Lágrimas en el suroeste

 

Un sonido estrepitoso pobló el ambiente en las cercanías de Palo Alto. Ante él, un hombre y su hijo corrieron despavoridos desde las profundidades de su conuco hacia el sendero y asustados, vieron una máquina desconocida que lentamente recorría el trillo que comunicaba sus caseríos. Era un tractor, que con su motor de combustión interna y ruedas de acero marchaba lentamente por esos estrechos caminos de herradura. Aunque algunos ya habían visto máquinas, utilizadas  por la Habanero Lumber Company en la construcción del puerto de Barahona, inaugurado en 1909, esa era extraña, impensable. La siguieron con la vista. Por entonces, junio de 1917, no sabían lo que ocurría, no sabían de las situaciones que se avecinaban ni imaginaron los cambios que impactarían en la región en los años siguientes.

 

El tractor se adentró en  la espesura, serpenteó por la barrera de palmas que poblaban la zona y evadió los árboles que allí había. Sus ruedas de metal hollaron la tierra y penetraron el fango, ese sedimento formado por un colchón de hojas secas y palma, acumuladas por cientos de años, mezcladas con los aluviones y las aguas del río Yaque, esas que constantemente alimentaban las tierras de su delta. Esa máquina transitó sin alterarse por los mismos sitios que en el año 1800 Vincent describió como pantanos de los cuales  su montura se desprendió difícilmente, pues abundantes aguas provenientes de la caída de las montañas remojaban absolutamente el suelo que estaba constantemente mojado. Atrás, lejos en el camino, quedaron las casas de tejemaní techadas de palma, los sorprendidos lugareños y los asustados niños, que “encueros” eran testigos silentes de los acontecimientos.

 

Estos sitios tenían características ambientales particulares. Desde las estribaciones al sur de la sierra de Martín García hasta las montañas en el límite norte de la de Bahoruco, el mar hacia el este y las zonas áridas más allá de los aluviones del Yaque por el oeste, era una zona con una diversidad excepcional. Sitios que en tiempos de lluvias eran pantanales, tierras fértiles en las que el plátano, el guineo y otros productos prosperaban sin mayores esfuerzos, lugares en que las palmas crecían a porfía, así como el roble, la caoba, la baitoa, el frijolito y otras especies maderables. Era un espectacular bosque húmedo casi impenetrable, que se extendía a la vista como un fascinante manto verde. De sierra a sierra bullía la vida, la naturaleza se mostraba pródiga en una región en que la mayoría de sus espacios eran calurosos. Más allá de las influencias del Yaque, las bayahondas se entrelazaban entre sí, con sus altas copas mirando al cielo y gruesos troncos resultado de décadas de crecimiento.

 

En medio de ese ambiente y ese impresionante bosque, un contingente de hombres seguía el camino de la oruga. Caminaban a ritmo, machete al cinto y en sus hombros hachas nuevas que deslumbraban con el sol. Sin saber dónde iniciaron, el palo no descansó del vaivén del hacha y en pocos meses las palmas y lo árboles maderables dejaron de mirar al cielo y poblaron el suelo, formando un espectáculo espeluznante. Como dominós cayeron una tras otra y cada golpe de sus altos troncos al chocar con el piso hizo gemir la tierra, que comenzó a derramar lágrimas del progreso. Esa barrera natural de las orillas del Yaque, ese manto verde que se extendía entre las sierras, desapareció y dio paso a un desierto. La vista se perdía sin que se topara un árbol, solo algunos pequeños “oasis”, en los que los perdonados lugareños tenían sus viviendas. Y entonces llegaron las carretas arrastradas por bueyes, que cargaron los troncos y los llevaron al aserradero: de allí salieron los pilotillos y tablas para construir casas y las traviesas que sostuvieron el camino de hierro.

 

Sin aún culminar la destrucción ambiental, otra máquina apareció. Una impresionante draga se desplazó imperturbable por aquellos lugares ante la mirada atónita de los aldeanos. Los dientes de su cuchara penetraron la tierra y aunque las raíces de las palmas, de cientos de años, le hicieron resistencia, terminaron cediendo ante el empuje de la tecnología. Y entonces abrieron zanjas, profundas algunas, varias estrechas, anchas otras, kilómetros de ellas y lo impensable ocurrió: canalizaron  las aguas del imponente río Yaque, llevándola por todas partes, utilizando compuertas y diques. Los hombres y mujeres del sur comenzaron a vivir con inanición, pues esas aguas que por siglos eran suyas les eran dosificadas, su acceso a ellas limitado y su consumo vigilado. Vieron el líquido correr, desaparecer los pantanos, vivieron los conflictos, las vicisitudes, la impotencia, el sufrimiento, las limitaciones en su propio suelo.

 

Por el año 1919, un buen día de mercado, un fundacionero partió a su conuco. Iba a buscar plátanos para venderlos a los trabajadores, tal vez yuca o batata. Debía negociarlos en un solo sitio, pues les habían impuestos restricciones de mercado en la zona. Pocos kilómetros al oeste, un monserratero hacía lo propio. Y encontraron una empalizada a lo largo de sus conucos, no podían entrar a ellos, un guardia los amenazaba, pues ya esa era propiedad privada. Ambos se enteraron que otros tantos hombres y mujeres pasaban por la misma situación, protestaron por la pérdida, por el despojo de sus tierras, gritaron, se opusieron, pero los amenazaron. Las mediciones arrojaron que ellas quedaban dentro de otros linderos. Sus padres, sus abuelos y bisabuelos estaban equivocados y nunca tuvieron un pedazo de conuco. No les quedó más que ir a quejarse al gobernador, pero al final, se quedaron sin ellas.

 

Poco tiempo después, en julio de 1920, un hatiquero descubrió varias de sus vacas muertas. Tenía algunos días buscándolas por los alrededores, aunque ya ellas no podían ir lejos a pastar. Se quejó ante el pedáneo y  allí supo que él debía recoger cada cabeza, pues ya no podían estar andando libremente por cada rincón de la región: todo ese sitio era zona agrícola y los ganados debían permanecer encerrados, se supo así que una gran extensión que comenzaba en la orilla Norte de la desembocadura del río Yaque del Sur, extendiéndose de allí 7 kilómetros hacia el Norte, continuando en dirección Noroeste por el poblado de Alpargatal, distante como 11 kilómetros del río Yaque del Sur hasta volver al punto de partida; y la segunda  comenzaba en la loma llamada Cucurucho por el llano Noroeste del río Yaque del Sur y corriendo de allí 5 kilómetros hacia el Norte, continuando 121/2 kilómetro Noroeste y 15 kilómetros hacia el Suroeste y 11 kilómetro hacia el Sur hasta llegar a un punto del camino de Neyba a Cristóbal, de allí a lo largo de la orilla Norte de la Laguna del Rincón hasta llegar a El Peñón, y de allí a lo largo de la orilla del río Yaque del Sur hasta volver al punto de partida, era una propiedad en la que la gente no podía penetrar y con ella su ganado. Fueron por ellos. No hicieron nada cuando poco más de veinticinco años atrás, en 1890 y 1896, para proteger el café, se impidió que las gentes de Enriquillo y de Polo criasen su ganado libremente y ellos ahora sentían las limitaciones, los cambios, pero con mayor represión.

 

Junto con las máquinas, con las zonas desérticas otrora boscosas, los suroestanos vieron ante sí nuevas estructuras y formas de vida. Los barracones de madera y tejemaní, las casuchas que se fabricaban en algunos sitios dejados expreso en el camino y las vistosas viviendas montadas en pilotillo, con galerías, cocina y baño con sus drenajes en tubos de concreto, comenzaron a adornar el paisaje. Vieron los cables eléctricos, los bombillos, la comunicación telefónica y los caminos de hierro. Ante el nuevo río, el nuevo clima, el nuevo sur, los hombres y mujeres trataron de adaptarse. Los habitantes siguieron yendo a sus conucos, buscaron la manera de aprovechar el agua que se les permitía, comenzaron a explotar los mercados que se formaban, a relacionarse con los miles de extranjeros que poblaron los bateyes, a convivir con el medio humano y ambiental que tenían ante sí, a sobrevivir.

 

Por toda la región se corrió la voz de que algo ocurría en el este de la depresión. Allí y en el valle de San Juan se supo que una impresionante locomotora recorría varios kilómetros dentro del desolado sitio. Se vieron miles de tareas anegadas de agua una y otra vez, en un arduo proceso de desalinización. Los extranjeros, principalmente haitianos, se tornaron comunes, más allá que los lugares de producción de café. Se comentó que para llegar a Barahona ya no había que cruzar en barca por habanero y que un nuevo puente, desde julio de 1920, daba paso a los viajeros. Las noticias sobre puestos de trabajo recorrían cada recodo. Se conoció que el consumo de agua del Yaque era limitado para el regadío y uso común por las poblaciones y que los drenajes de los baños desembocaban en él contaminándolo. Comenzaron a percibir las nuevas formas de exclusión social, de explotación colectiva y de dependencia. Las voces populares expresaban que la agricultura y la ganadería ya no tenían importancia más que para el comercio y que se percibía un aumento de costo de la vida, generando pobreza en los pueblos. Se pudo palpar que la ciudad de Barahona crecía y se desarrollaba de forma extraordinaria y que los demás pueblos se fueron quedando desolados, sintiendo la represión de inversionistas foráneos: había llegado el ingenio.

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