
Por: Carlos Manuel Diloné
Esta Semana Santa ha sido distinta. Una sombra de luto colectivo ha cubierto el cielo dominicano, dejando el aire espeso, cargado de una tristeza compartida. El país entero ha sido testigo de una tragedia tan absurda como evitable, donde decenas de ciudadanos, que después de jornadas arduas buscaron un respiro, hallaron en cambio la muerte, provocada por la codicia, el irrespeto a la vida y la indiferencia ante normas que debieron protegernos. La Semana Mayor quedó marcada por una herida abierta que no cicatriza fácilmente.
Y, sin embargo, en medio del desconsuelo, la vida —terca como el río Birán cuando baja crecido— se abre paso con fuerza, recordándonos que todavía hay razones para sonreír, para reencontrarnos, para agradecer. Fue así como, cuando el sol comenzaba su eterno viaje hacia el poniente —trazando su curva suave sobre la campana de Gauss, como si las matemáticas quisieran también tener alma—, recibí una llamada luminosa. Era mi hermano Sixto Ferreras, y junto a él, el inmenso Alcibíades Escalante. Me convocaban a una plática, a un abrazo de palabras y recuerdos.

Yo, que acababa de regresar de visitar a mi adorada madre, me levanté con premura. El cuerpo podía estar cansado, pero el alma se desperezaba con alegría. Fui al club del Banco Central, pedí dos comidas, y seguí rumbo al bohío. Me esperaba mi esposa, hambrienta como yo, y juntos —cómplices de la rutina y del afecto— nos sentamos a devorar el almuerzo con la velocidad de Max Verstappen, porque sabíamos que el tiempo no nos iba a esperar. En el último bocado de un filete de cerdo canoero —criado entre zurzas, bajo el sol que arde entre Punta de Loma y la Loma del Curro—, sonó el timbre.
“Rin, rin.”
“Llegaron mis hermanos. Súbelos al ascensor, que desde aquí los subo”, respondí con una sonrisa que me nació del pecho.
Y con ellos llegaron la risa, la complicidad, la palabra viva. Hablamos de Barahona, de su gente, de usted, lector invisible, y también de nadie en particular. Escuchamos canciones que nadie ha cantado y versos que solo el alma reconoce. Entre nosotros circulaban los recuerdos como lo hace la brisa que baja desde la Sierra del Bahoruco y se mezcla con la sal marina del Cayo y el rumor de las olas en San Rafael o Los Patos. Porque eso es Barahona: una sinfonía de agua dulce y mar abierto, una joya viva entre montañas, río y espuma.
Allí, en ese pequeño santuario donde nos reunimos, le dimos cuerda al tiempo como si fuera un juguete, y lo dejamos correr libre. Hablamos entre coplas, entre libros de barahoneros que son faros, entre anécdotas sembradas en tierra fértil. Barahona —nuestra Barahona— no es solo una ciudad: es una patria íntima, la perla del sur, tallada por el sol y el sudor, por la ternura de sus playas y la bravura de sus montañas.
Nos despedimos con las ganas vivas de volver a encontrarnos. Ya dejamos pactado el próximo encuentro: bajo el esqueleto de un chivo liniero, a la sombra generosa de una mata de mango, en las escarpadas montañas de Palo Bonito, donde el viento todavía canta viejas melodías y el tiempo, por un rato, se detiene.
Gracias, de corazón, a mis hermanos Suro y Pilo, por una velada que fue bálsamo en medio del duelo, canto en medio del silencio, y celebración del afecto más puro: el que no necesita motivo para ser.