El valor de los nombres: entre el afecto y la memoria

Por Carlos Manuel Diloné

En cada comunidad dominicana, sin importar su tamaño, siempre hay un personaje entrañable. Algunos los recuerdan como «el loco bueno», otros como el vendedor pintoresco, el que nos hacía reír con sus frases inesperadas o su caminar errante. En torno a estas figuras surgen a veces propuestas bienintencionadas: ¿por qué no ponerle su nombre a una calle?

Aunque la intención pueda parecer inocente o incluso afectuosa, este tipo de ideas merece una reflexión más profunda. ¿Qué estamos reconociendo cuando damos un nombre a una vía pública? ¿Qué valores queremos honrar y transmitir?


La confusión entre el cariño y la ciudadanía

El ser humano, por naturaleza, se resiste al cambio. Una vez toma una decisión, suele aferrarse a ella, aunque le demuestren que está equivocada. El orgullo levanta murallas en la mente y oscurece la razón. Así, algunos hermanos, amigos o compañeros persisten en errores evidentes, no por convicción, sino por no ceder ante la posibilidad de haber fallado.

En esa terquedad se confunden muchas veces los afectos con los principios. Se entrelazan los recuerdos entrañables de la infancia con las responsabilidades cívicas que deben guiar a una comunidad. Es comprensible que la figura de aquel personaje pintoresco que nos arrancó risas de niños —ese vendedor de cangrejos, ese “loco bueno” que recorría las calles con ocurrencias— despierte simpatía. Pero una cosa es el cariño personal y otra, muy distinta, el criterio con que se honra a alguien en el espacio público.

A lo largo de la vida cotidiana de los pueblos, en cada época y en cada rincón, ha existido —y sigue existiendo— un «loco manso»: ese ser entrañable que, sin hacer daño a nadie, deambula entre la ternura y el desvarío. Los hay en Canoa, en el Batey Central, en Peñón, en Jaquimeyes; los hay en los barrios de Barahona y en las grandes ciudades del país. Algunos hacen reír, otros se ganan el respeto por su silencio o por sus manías inofensivas. Forman parte del paisaje humano que conforma nuestras memorias colectivas.

Pero no podemos permitir que esa presencia afectiva determine el orden simbólico de la ciudad. La nomenclatura urbana no debe estar guiada por simpatías ni nostalgias, sino por el deseo de rendir tributo a quienes dejaron huellas de valor, de entrega o de ejemplo. No se trata de excluir o de menospreciar a nadie, sino de cuidar el sentido de lo público, de la memoria compartida y de los modelos que queremos ofrecer a las generaciones que vienen.

Con ternura podemos recordar a nuestros locos queridos; con respeto podemos cuidar su dignidad. Pero con seriedad debemos reservar los nombres de nuestras calles para quienes, por sus méritos, edificaron algo que trasciende lo anecdótico y lo sentimental.

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