Por: Ing. Carlos Manuel Diloné
Hay quienes piensan que el mundo está loco, que no vamos bien, que se han trastocado los valores que nos servían de brújula moral y de convivencia. Dicen que la línea de respeto, decencia y buenas costumbres se ha alejado de la vida cotidiana, que vivimos en un revolú constante que nos conduce, sin darnos cuenta, a un estrés social cada vez más intenso. En fin, que el mundo está loco, loco.
Y no podemos negar que esas voces tienen algo de razón. Mientras existen cerebros que dictaminan el orden mundial —los grandes decisores políticos, los gurús del mercado y los arquitectos del entretenimiento—, la colectividad humana parece atrapada en redes sociales que, paradójicamente, nos conectan y nos aíslan al mismo tiempo. Allí se da rienda suelta a todo lo que pasa por la mente, reviviendo las epopeyas romanas del pan y circo que, como bien señalaba hace casi dos mil años el historiador Juvenal, bastaban para entretener y adormecer a las masas.
La inmediatez de lo digital ha trastocado los objetivos básicos de la vida. Abraham Maslow, con su famosa teoría de la jerarquía de necesidades, nos recordaba que primero debemos cubrir lo esencial —comida, seguridad, pertenencia— antes de aspirar a la autorrealización. Hoy, sin embargo, esta pirámide parece invertida: la validación externa y la visibilidad pública ocupan el primer lugar, desplazando las verdaderas necesidades humanas. Publicar algo, comentar algo, reenviar algo se ha convertido en la razón de ser, y la omisión de esta dinámica lleva a un vacío angustiante donde la depresión se convierte en compañera inseparable.
Desconectarse de las redes parece, para muchos ciudadanos, un suicidio social. Estas plataformas se han vuelto el único lugar donde sienten que existen y son escuchados, aunque sea de manera fantasiosa y fugaz. Pero resulta paradójico: son precisamente quienes aseguran que el mundo va por mal camino los que, con sus propias acciones, no hacen el esfuerzo de encaminarse por la senda de la integración social y de comprender las reglas básicas que organizan y gobiernan el mundo. Sin quererlo, son los mismos que propagan informaciones desalentadoras que desestabilizan la ya frágil paz mental colectiva. No lo hacen por maldad; lo hacen porque están atrapados, como pacientes de un hospital general llamado “redes sociales” (Turkle, Alone Together, 2011).
La red, sin embargo, no es el enemigo en sí misma. Como el vino, es buena si se consume con moderación. Pero cuando el exceso se vuelve hábito, cuando la conexión virtual ocupa 14 o 16 horas diarias, se transforma en una adicción que consume la vida real. Los estudios de la Universidad de Harvard y del Pew Research Center (Smith, 2018) han demostrado que la adicción a las redes sociales altera la química cerebral, generando un ciclo de recompensa instantánea que refuerza la conducta compulsiva. Conozco a personas que confiesan: “Hoy subí esto o aquello y siento que estoy satisfecho”, como si el mero acto de publicar bastara para llenar sus vacíos más profundos.
Frente a este escenario, es urgente que asumamos la responsabilidad de poner orden en nosotros mismos antes de pretender ordenar el mundo. Si queremos ver cambios reales y duraderos en nuestro modo de concebir el futuro, comencemos por revisar nuestros propios hábitos y expectativas. No basta con criticar lo que otros hacen o nos dicen: analicemos nuestro propio papel en este entramado social y plantémonos objetivos alcanzables, divididos en fases claras y realistas. Solo así podremos ver que, a pesar del caos aparente, existe un horizonte próspero para nuestros proyectos de vida.
No olvidemos que la transformación auténtica no proviene de la imposición externa, sino del trabajo personal y colectivo. Como decía Viktor Frankl, “cuando ya no podemos cambiar una situación, tenemos el desafío de cambiarnos a nosotros mismos” (El hombre en busca de sentido, 1946). Aunque parezca que el mundo está loco —que todo es griterío, inmediatez y desvarío—, cada uno de nosotros tiene la capacidad de encontrar su propio centro de cordura, de silencio y propósito. Quizás allí, en ese punto de equilibrio que nace del autocontrol y la reflexión crítica, podamos descubrir que la locura del mundo no es más que un espejo de nuestros propios desórdenes, y que está en nuestras manos reconstruir los puentes que nos devuelvan a la esencia de lo humano: el respeto, la solidaridad y la búsqueda constante de un sentido profundo para nuestra existencia.
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