
Por: Ing. Carlos Manuel Diloné
Desde niño, he seguido muy de cerca la música del jazz. Tal vez por esa sensación de libertad que emana de cada interpretación, donde el músico no se limita a reproducir notas, sino que las reinventa en el instante, como si dialogara con el alma del oyente. O quizás porque nunca he tolerado que me encasillen dentro de un solo corral musical. El jazz, con su rebeldía elegante y su anarquía armónica, siempre me ha ofrecido un refugio estético, un espacio donde el alma se reconoce a sí misma.
Los músicos que se mueven bajo la estricta tutela del pentagrama no dejan de ser virtuosos, pero quienes amamos la interpretación libre, preferimos a los que, incluso en el caos del contratiempo, logran construir belleza. Nos atraen los que improvisan melodías cuando las métricas tradicionales se cruzan, los que encuentran armonía en lo inesperado, ritmo en el desorden. Esa es la verdadera genialidad.
Mi instrumento predilecto, desde siempre, ha sido el saxofón. Puede que se lo deba a Charlie Parker, genio del bebop, o a nuestro inmortal Tavito Vásquez, cuyo talento presencié en vivo en distintas ocasiones, desde bares bohemios hasta una iglesia en la Máximo Gómez casi esquina Dr. Bernardo Correa y Cidrón, donde solía dejarse ver con frecuencia. Fue allí, entre lo sagrado y lo cotidiano, donde comprobé que el saxofón podía orar, llorar, reír.
Durante años, recorrí escenarios de todo tipo —desde Casa de Teatro hasta el Teatro Nacional, del Fiesta Sunset Jazz al Cabarete Jazz Festival— buscando en cada presentación ese sonido que despertara mis sentidos, que me estremeciera el pecho. Me quedé con Tavito, sí, pero también con Mario Rivera, Sandy Gabriel, Félix del Rosario, Crispín Fernández… todos ellos grandes pilares del saxofón dominicano.
Entre esos nombres, por supuesto, también estaba el del maestro Juan Colón. Lo había escuchado en ocasiones anteriores, y ya desde entonces reconocía su virtuosismo y su sensibilidad. Pero fue hoy, en este día gris de camino a casa de mi madre, cuando su música me atravesó el alma de un modo distinto, más profundo, más íntimo. Mientras el cielo dejaba caer una llovizna tímida, abrí la aplicación de Spotify y, como un regalo inesperado, apareció ante mí Noches Íntimas Volumen 4. Bastaron unos segundos para que el hechizo comenzara. Sus notas mágicas despertaron algo dormido en mí. Una oleada de alegría recorrió mi interior y, como por arte de alquimia, mis preocupaciones se disolvieron. Me sentí embriagado por la armonía, atrapado por esa magia acústica que sólo logran los que están tocados por la gracia de la música.
Y lo más admirable es que, en una época donde muchas producciones musicales parecen decantarse por lo banal, lo efímero y lo chabacano —como si se tratara de una carrera hacia la vulgaridad más rentable—, el maestro Juan Colón se aferra a lo esencial: la belleza, la emoción, el arte verdadero. Mientras otros explotan el ruido como espectáculo, él cultiva el silencio entre las notas, el susurro del alma que se eleva. Su obra es un acto de resistencia estética en medio del estruendo. Cada composición suya es una joya que adormece el alma y a la vez levanta el espíritu, que nos reconcilia con lo bello, que nos recuerda por qué vale la pena vivir, por qué todavía es posible luchar por la felicidad.
Confieso que me sorprendió gratamente la frecuencia de 440 Hz, tan cercana a los 432 Hz, esa otra afinación que muchos atribuyen a una resonancia espiritual más profunda. Pero más allá de lo técnico, lo que me conmovió fue la autenticidad, el sentimiento, la maestría con que el maestro Colón entrelaza sus notas para contar historias sin palabras. Escuché los cuatro volúmenes y me quedé con hambre de más.
Hoy, después de esta experiencia, revaloro la grandeza del maestro Juan Colón. Un artista consagrado, cuya obra está muy por encima de lo popular, lo efímero o lo meramente mediático. Un músico de estatura continental, que merece ser colocado —por las generaciones presentes y futuras— en el sitial más alto del panteón sonoro dominicano.
Gracias, maestro Juan Colón, por escribir con notas musicales su nombre entre los grandes. Gracias por brindarnos una producción impecable, digna de la eternidad. Gracias por regalarnos belleza, sensibilidad, y, sobre todo, por ser dominicano.
Que Dios le conceda una larga vida, colmada de salud, alegría, paz y creatividad, para que continúe sembrando música en los corazones de quienes lo escuchamos. Porque sus Noches Íntimas ya forman parte de nuestras memorias más entrañables.

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