Un año de pasos, palabras y silencios

Por: Ing. Carlos Manuel Diloné

Hace apenas un momento, mientras regresaba a casa, una imagen irrumpió en mi día con la fuerza serena de lo que no se busca pero se encuentra. Mi hermano Virgilio Gautreaux, en el chat de los historiadores sureños, compartió una fotografía tomada en el Mirador Sur. En ella aparecemos caminando, hace ya un año. No puedo asegurar que llevamos exactamente doce meses caminando sin pausa, pero esa imagen me produjo una catarsis que me llevó, sin aviso, a revivir el origen de este viaje compartido.

Allí estábamos: dos hermanos, dos amigos, entre sueños, entre madrugadas, entre amaneceres, en el umbral de cada nuevo día. Decididos a romper la inercia, desafiando la comodidad del descanso, dimos el primer paso. No había un plan preciso, no existía una meta dibujada. Solo la voluntad.

Hoy, ese impulso se ha convertido en un hábito sagrado, en un sendero físico y espiritual. A lo largo del último año, hemos caminado más de 900 kilómetros. Paso a paso, hemos fortalecido las piernas, los corazones, los brazos, y lo más importante: hemos oxigenado el alma y la mente con un diálogo vivo, constante, profundo.

Conversaciones que, si se pudieran medir no en palabras sino en longitud, formarían una línea capaz de abrazar el planeta. Porque hemos hablado de todo y de todos; de historia, de vida, de dudas, de sueños, de dolores y esperanzas. Y en ese caminar también ha habido silencios elocuentes, cómplices, que sólo entienden los que caminan juntos.

En ese mismo camino, mientras nuestros pasos se repetían con la cadencia del compromiso, las aves del Mirador Sur alzaban su canto. Cada mañana, como si el cielo se afinara, su trinar acompañaba nuestro andar como una sinfonía natural dedicada al Creador. Esas aves, que anidan en los árboles altos y se ocultan entre las ramas bajas, han sido testigos fieles de nuestras conversaciones y de nuestro esfuerzo. A veces las escuchábamos como quien escucha un consejo antiguo, otras veces como quien agradece una bendición. En su música, el día nacía completo.

Esa foto, que a simple vista solo detiene un instante en el tiempo, encierra mucho más: revela una amistad monolítica, una relación tejida con hilos de comprensión, de paciencia, de permiso mutuo para ser, para disentir, para sostenerse.

Gracias al Padre Celestial por concedernos este espacio compartido, por regalarnos este tiempo que es cuerpo, palabra y camino. Gracias por esta amistad que no es solo una compañía: es un espejo, un faro, una raíz. Y gracias también por el canto de las aves, que con sus notas invisibles nos han recordado que cada amanecer trae consigo la posibilidad de un renacer.

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