Por: DIÓGENES CÉSPEDES
Estos episodios conducentes al nacimiento de dos Estados diferentes deben ser analizados en el contexto del siglo XVII-XVIII, época de las monarquías absolutas donde los reyes eran propietarios privados de los reinos que gobernaban y podían vender, traspasar y permutar sus territorios, incluso su propio reino. Si analizamos aquellos acontecimientos desde la óptica del surgimiento de las repúblicas a partir de la Revolución francesa, cometeríamos un grave error y viviríamos con la queja eterna de que España nos abandonó y nos traspasó en 1795 a Francia como ganado. Si no adoptamos este punto de vista realista, veremos nuestro pasado histórico como un “atavismo”, una maldición o un abandono y jamás revocaremos ese pasado. Hay que conocer el pasado para no repetir los errores, pero quedarse en él, lamentándose con pesimismo, es impedirse construir hasta un imperio.
Casi todos los libros de historia dominicana narran los pormenores de la existencia de dos repúblicas en una misma isla: Haití y la República Dominicana.
Ramón Marrero Aristy es el menos farragoso de todos y señala que «la pérdida de la parte occidental de la isla comenzaba a reconocerse como hecho consumado, cuando, al firmarse la paz de Nimega entre Francia y España, el hábil Gobernador Pouancey, sucesor de Bertrand d’Ogeron, recibió, fechado el 10 de julio de 1680, una nota del entonces Gobernador de la colonia española, don Francisco Sandoval y Castillo, en la cual este daba cuenta de dicha paz al francés, invitándole a guardar los principios de la misma, según los cuales debía crearse un régimen de convivencia entre los pobladores de La Tortuga y los legítimos ocupantes de Santo Domingo, siendo ‘preciso que Vuestra Señoría reprima et contenga a los súbditos de Francia que abitan La Tortuga prohibiéndoles no pasen de ellas a estas Costas de esta isla Española a hacer sembrados y corambres’, con lo cual el Gobernador español ‘al dar a la ocupación de la Tortuga los caracteres de un hecho cumplido, hizo un reconocimiento implícito de la validez de esa ocupación’, situación ésta que el Gobernador Pouancey aprovechó hábilmente, logrando la celebración de un convenio del que se levantó un acta en cuyo texto ‘se designaba el río Rebouc como línea de demarcación provisional de las dos porciones en que quedaba dividida la isla’.»1
A partir de aquel 1680 todo será guerra entre las dos partes en que se dividió la isla: española y francesa, a pesar de los pactos de familia. Ni siquiera el Tratado de Aranjuez de 1777 que legitimó definitivamente aquel reconocimiento de la parte occidental a Francia colmó el deseo de paz de la Corona española, cuya política fue abandonar la isla con el pretexto de desinteresar a las potencias enemigas que deseaban apoderarse de sus posesiones en América.
El asunto de la cesión de la parte este de la isla a cualquier potencia europea (Inglaterra o Francia) estuvo en la agenda de España desde 1783, pero los españoles-dominicanos no podían tener acceso a esos secretos de Estado (Emilio Rodríguez Demorizi. Invasiones haitianas. p. 7, nota 1). Por eso, se quedaron pasmados en 1795.
Pero ya José Godoy, Príncipe de la Paz, tenía muy claro el problema, tal como lo expresa en sus “Memorias” publicadas en París varios años después del Tratado de Basilea, al enjuiciar dicho convenio. Marrero Aristy, dolido, transcribe la opinión de Godoy: “Ningún tratado de la Francia con las demás potencias en aquella época (y en las posteriores mucho menos) ofreció menos sacrificios que el tratado de Basilea entre Francia y España, si es que se puede llamar sacrificio a la cesión de la parte española de la isla de Santo Domingo, tierra ya de maldición para los blancos, y verdadero cáncer agarrado a las entrañas de cualquiera que sería su dueño en adelante. Nuestros principales colonos la tenían ya de hecho abandonada: su posesión era una carga y un peligro continuo; muchas poblaciones y parroquias habían sucumbido por la dura necesidad al poder anárquico de los negros y mulatos… Lejos de perder, ganamos en quitarnos los compromisos que ofrecía aquella isla.” (I, 183).
Ni la declaración tajante de Godoy ni el desprecio de España a la Reincorporación de Sánchez Ramírez y a la Anexión de Pedro Santana han podido eliminar de la mentalidad de la inmensa mayoría de los dominicanos, convertidos en república independiente en 1844, la servidumbre ideológica al etnocentrismo español, sea España república o monarquía. Es la psico-dependencia de unos hijos a una madre que les abandonó. El peso muerto de una ideología puede durar siglos, si no milenios.
De todos los intentos de las autoridades francesas de la parte occidental por apoderarse de la parte oriental, el más peligroso fue el de la batalla del Limonal (o Limonade) y el Guarico ocurrida el 21 de enero de l691. Pero como sucedió en aquel lejano pasado, y sucedió hasta 1856, las armas españolas-dominicanas primero; y luego las dominicanas solas a partir del 27 de febrero de 1844, rechazaron tales intentos de franceses y haitianos.
No solamente por las armas, sino con la introducción por segunda vez en la historia de la isla de un viejo mito, el del Santo Cerro, donde la virgen de la Merced, leyenda inventada por Colón y los cronistas. Esta vez la guerra se hizo con el lienzo de la virgen de la Merced “en el cuerpo de la batalla” en socorro de las tropas españolas en el Limonal donde también por primera vez participó “un gran número de hombres de color” (Marrero I, 160). Lo mismo está por documentarse con la derrota de Penn y Venables en 1655 por los lanceros, hecho que dio lugar a la leyenda de los cangrejos que contribuyeron a la derrota de los ingleses, copiada de la de los galos que asediaron a Roma en el año 390 a.C. Vieja introducción del mito y la naturaleza en el discurso histórico, propia de historiadores premodernos.
Tomado del diario Hoy
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