Por: Rafael Leonidas Pérez y Pérez
Hay canes que por sus hazañas o por los personajes de quienes indistintamente han sido “sus mejores amigos” o fieles compañeros, han pasado a la posteridad.
Sobran ejemplos:
Tenemos en la historia a Balto, el rescatador por antonomasia; al del general Antonio Duvergé, que recogió el sombrero del mártir.
En la mitología greco-romana fue célebre el can cuidador de la puerta del infierno. Y hasta en el cielo tenemos la constelación del can.
Tanto en la infancia como en la adolescencia convivieron conmigo, a través de las historietas o del cine y la televisión, Rintintín, Lassie…
En Jimaní, cabecera de la sudfronteriza provincia Independencia, había una señora propietaria de un bar que por su incidencia social y económica todo el mundo la llamaba doña Ofelia. Por ende, su negocio era llamado el bar de doña Ofelia.
Doña Ofelia tenía un perro de raza “criolla” – parecía descender de viralatas – de color kaki, como el color kaki de guardia. Asimismo a este perro se le distinguía en el poblado de Jimaní como el perro de doña Ofelia.
Estoy remontándome a la década de los años de 1960, cuando mis padres solían mandarme de vacaciones escolares donde mis tíos Bienvenida y Fanjul, dos esposos duvergenses radicados en Jimaní con sus cinco hijos – hijos porque no procrearon hembras -, es decir, mis primos, cuyos diminutivos o apodos terminaban en “ín”: Francelín, Amadín, Geñín, Fanjulín y Manolín. El mayor de ellos ya murió.
Durante esa época, en cierta ocasión que caminaba por la acera del frente del bar de doña Ofelia observé, ya que la puerta que daba acceso al lugar de diversión estaba abierta, un perro con gemido lastimero que con sus patas delanteras como que abrazaba la vellonera del bar ubicada en la pista de baile, y oí la bachata, que dice: “Ese cuerpo, ese orgullo me está matando, no encuentro en mi camino tanta fatalidad…”
Por esa bachata para todos los clientes del bar de doña Ofelia y para los no clientes, el perro se “amargaba”.
Se afirmaba que podía estar el perro de doña Ofelia bien retirado del bar y si oía su bachata preferida venía corriendo a gran velocidad, se paraba en dos patas, “abrazaba” la vellonera y lanzaba al aire con todas sus fuerzas su ladrido profundamente triste: auuuuuuu, auuuuuuuuu, auuuuuuuuuuu…
Recuerdo haber leído en un periódico nacional una crónica relacionada con este hecho singular del perro de doña Ofelia, digno de ocupar un lugar en los records del libro Guinness.
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