Por: Dr. Rafael Leónidas Pérez y Pérez
En los pueblos, la tradición es parte inherente al trajín cotidiano.
De la tradición el pueblerino se alimenta. Le sirve para soñar y crear quimeras.
Y cuando es una tradición hija de la religión, es un tenue humo con fuerte aroma de incienso, que adormece las almas y las lleva a la quietud, al recogimiento y a la meditación.
No llevar esa tradición, viola las leyes divinas.
Ahí tenemos la Semana Santa, semana en que todo el mundo católico recuerda el Vía Crucis del Mártir del Gólgota, quien dio su vida para salvar del pecado a toda la humanidad.
En Duvergé, innegablemente no como en tiempos atrás, la Semana Mayor se celebra de forma singular…
La juventud, es un cabrito que no ha conocido cordel. Salta, brinca, hasta que se rompe una patita y en su convalecencia saca una experiencia. El joven que vuelva a saltar, o brincar, es un necio.
La juventud duvergense en su mayoría estudiante, aprovecha al máximo el fin de Semana Santa para bañarse en los frescos y cristalinos balnearios del municipio. Rasga con su bullicio el sacro silencio. Y hasta se desespera a veces para deleitarse en fiestas, antes del Domingo de Resurrección, que es cuando la algarabía se apodera totalmente del poblado.
El pueblo se llena de sus hijos ausentes. Sobre todo, de la colonia damera de la capital.
La tilapia y la «condolia» (habichuelas con dulce), los esperan.
Quienes en verdad llevan la tradición de Semana Santa en Duvergé, son las personas mayores, algunas, principalmente las madres duvergenses, entregadas a la faena hogareña para recibir con su corazón, los brazos abiertos y los manjares citados, a su hijo ese fin de semana; y otras, entregadas a la meditación.
Desde inicio de Cuaresma ya hay Horas Santas. El Viernes Santo hay Procesión, y aquí radica lo singular de esta celebración en Duvergé.
El Viernes Santo, el Cristo, esta vez su efigie, vuelve a ascender al Calvario. El sacerdote con feligreses adultos jóvenes, los creyentes en verdad, y una gran cantidad de muchachos, sube el Cerro de Caquén, El Cerro Viejo o del Paseo, al suroeste del poblado.
En su ascensión se detienen de cruz en cruz para entonar uno que otro cántico religioso propio de la ocasión, y rezar alguna oración. Todo culmina en la cruz más grande. Es la última cruz del cerro.
Desde la cúspide del altozano, puede contemplarse Duvergé en toda su plenitud. Al fondo, mirando hacia el norte, puede verse el imponente lago Enriquillo, archivo de la Historia del Valle de Neiba.
Ese mismo día también se sube al Cerro de Negro Cacame o El Cerro Nuevo, vecino al de Caquén, pero tradicionalmente se hace a este último.
De regreso de ambos montes con copioso sudor (la muchachada cargada de romero), todo el mundo se apresta a sacudir el polvo de sus zapatos, y a comer tilapias y «condolia» nuevamente (el cristiano puro no come carne roja ni blanca durante la celebración).
Los niños se acuestan a dormir más temprano que nunca, porque «mientras Jesús esté muerto el diablo anda suelto».
El Sábado de Gloria se celebra «la misa del gallo» en la iglesia parroquial Nuestra Señora del Carmen.
El Domingo de Resurrección como dijimos, la algarabía impera en el lugar. A pesar de que transcurrido el fin de semana los nativos visitantes regresan.
Duvergé queda atrás.
Otro año vendrá y la tradición sabrá esperar.
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Listín Diario -Lunes 10 de marzo de 1980- Página 6 y Periódico Hoy, 4-4-85, Pág. 20.
Autor: Rafael Leonidas Pérez y Pérez.
Fuente: Pérez y Pérez, Rafael Leonidas, «Fundación de Duvergé y Otros Temas», Imprenta Offset Nítida, Santo Domingo, 1992, Págs. 64 y 65.
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