POR: MIGUEL LEÓN-PORTILLA
Universidad Nacional Autónoma de México
Durante milenios, nada se supo en Europa y el resto del mundo acerca de quienes vivían al poniente, más allá de las aguas inmersas. Se pensaba que, de haber sido posible surcarlas, se habría llegado a Cipango, Catay y la India. Por eso, cuando Cristóbal Colón consumó
su viaje, creyó haber arribado a las Indias. Y por eso también se llamó indios a las gentes que vivían en las islas y la tierra firme y que años más tarde se sabría que era otro continente.
Así fue como ingresaron en la historia desarrollada por los europeos esos «indios». Pero esos indios, que no eran tales, tenían otra historia que por poco los europeos nunca llegan a conocer. Porque lo que ocurrió fue que los recién llegados se enfrentaron a ellos y los conquistaron. Unos tras otros, fueron sometidos y, al serlo, perdieron mucho de sus antiguas formas de ser y pensar. A los que habían irrumpido poco o nada les interesaba el pasado de los indios. Venían, según decían muchos, para hacer rescate de oro. Y otros, para salvar las almas de esos naturales apartándolos de sus ritos y creencias, tenidas como invención del demonio.
Comenzó entonces a cambiar para siempre la historia y la vida de los que se siguieron llamando indios. Lejos de ser todos ellos iguales, tenían variadas formas de existencia y hablaban multitud de lenguas. Unos moraban en las islas, otros en el interior de la tierra firme. Allí había grandes ríos, selvas, lagos, montañas y planicies. Unos vivían en pueblos
y ciudades, tenían reyes o señores, sacerdotes, guerreros, sabios y artistas, además de la gente del pueblo. En particular, hubo dos grandes civilizaciones originarias, con creaciones que deslumbraron a los recién llegados: la de Mesoamérica y la del área andina. Y había también otras gentes que subsistían con formas de cultura más simples: algunas vivían en aldeas y practicaban ya la agricultura y las había que se mantenían de la recolección, la caza y la pesca.
Entre los que habían llegado para salvar las almas de los indios, hubo algunos que quisieron escudriñar las formas de vida, las lenguas, creencias e historias de los pueblos con los que
entraban en contacto. Pero la mayoría —pronto se percataron de esto los indios— buscaba oro y otras riquezas y se interesaba en los indios para ponerlos a trabajar en las minas, la agricultura y la explotación de los recursos al alcance. Para lograr esto, esclavizaron al principio a los naturales de la tierra. Después, cuando las autoridades reales abolieron como inhumana la esclavitud, se optó por «encomendar» a los vencidos para que los que habían llegado los cuidaran, cristianizaran y aprovecharan su trabajo.
En Europa se difundieron noticias acerca de esos indios que no vivían en la India, sino en
un Nuevo Mundo. Algunos —como Pedro Mártir de Anglería— alabaron su simpleza de vida y escribieron que «entre ellos no había ni tuyo ni mío». Otros se horrorizaron al enterarse de ritos como los sacrificios de seres humanos o de los que se tuvieron como repugnantes vicios, como la antropofagia y la sodomía. Y debe añadirse, en descargo de los europeos, que hubo artistas, como Alberto Durero, que se maravillaron al contemplar objetos producidos por esas gentes de «la tierra del oro».
Solo gracias a varios frailes —entre ellos Bernardino de Sahagún— pudieron conocerse otras creaciones de los vencidos. Estos, precisamente por haber quedado en esa condición, subsistían en infortunio, siendo tratados a veces como bestias. Y hubo también frailes que alzaron la voz en alegatos y escribieron denuncias, como lo hizo Bartolomé de las Casas.
La corona española legisló varias veces en favor de los indios para atenuar así al menos los agravios que sufrían.
No obstante, disminuidos en número por epidemias y trabajos, despojados de sus tierras
y pertenencias, los antiguos pobladores del Nuevo Mundo subsistieron durante tres siglos. Los venidos de afuera y sus descendientes eran los nuevos señores de la tierra. No faltaron los que se mezclaron con los indios y también con gentes de origen africano, traídas en condición de esclavos. Los de origen europeo poco a poco fueron transformando buena parte del continente. Fundaron pueblos y ciudades —a veces sobre las antiguas de los indios—, abrieron caminos y produjeron riqueza, desde luego en beneficio propio y de la metrópoli europea de la cual dependían las tierras y las gentes conquistadas.
Sería injusto sostener que durante esos siglos de dominación todo fue negativo. Se introdujeron bestias de carga, vacunos y lanares, así como tecnologías antes no conocidas. Se crearon instituciones como las universidades y otras como las hospitalarias, que favorecieron a muchos. En la mayor parte del continente se impusieron lenguas europeas —el español, portugués, inglés y francés—; se implantó el cristianismo y también nuevas leyes y costumbres.
Los indios y la independencia de los países americanos
Los largos años de dominación transcurrieron en relativa paz, aunque hubo rebeliones indígenas en varios lugares. En las colonias anglosajonas muchos indios fueron exterminados y los demás fueron expulsados de sus territorios ancestrales y puestos en las llamadas «reservaciones». A diferencia de lo que ocurría en la que se llamó Nueva España y en todas las tierras al sur, los anglosajones muy rara vez se mezclaron con los indios. Menos interesados en aprovechar su trabajo, importaron numerosos esclavos negros. En la Norteamérica anglosajona hubo por encima de todo un trasplante de cultura
de Inglaterra. Sin embargo, antes que en ningún otro lugar, los colonos anglosajones tomaron las armas y alcanzaron su independencia.
En la América gobernada por la corona española, algunas décadas después comenzaron
a producirse levantamientos y revoluciones. Capitaneados por criollos y mestizos, cientos de miles de indios participaron en las luchas en los que se conocían como virreinatos, capitanías, audiencias y provincias. Muchos perdieron sus vidas con la creencia de que todo iba a cambiar: serían expulsados sus antiguos dominadores, se recuperarían las tierras y habría al fin justicia y bienestar para todos.
Consumada la independencia de los nuevos países, las cosas ciertamente cambiaron pero no como lo habían pensado y deseado los indios. Conceptos hasta cierto punto novedosos como el de la igualdad, en principio laudable, afectaron a los descendientes de los pueblos originarios.
Durante los tres siglos de dominación europea —particularmente la española—, aunque los indios estuvieron sometidos y mucho fue lo que perdieron, se les reconoció al menos jurídicamente sus propias identidades. Pudieron mantener algunas de sus antiguas formas de organización social y política en las que se conocieron como «repúblicas de indios».
Se crearon juzgados especiales para dirimir sus problemas. Sus lenguas, si bien comenzaron a estar en peligro, continuaron hablándose. Algunos frailes las habían estudiado y prepararon gramáticas y vocabularios. Hubo escribanos indígenas que redactaron en sus lenguas —sobre todo en náhuatl, de México; maya, de Yucatán; y quechua, de Perú— cartas dirigidas a las autoridades, incluidos virreyes y reyes. Se conservan centenares de ellas en distintos archivos, con solicitudes y quejas; hay asimismo otros muchos escritos también en idioma indígena: testamentos, títulos y litigios de tierras y también sobre asuntos familiares.
Después de la independencia, las distintas regiones, tenidas en principio como reinos y luego como colonias del Imperio español, se fragmentaron y surgió un buen número de países. En ocasiones estos se enfrentaron entre sí y, casi siempre por medio de la leva, se obligó a los indios a tomar las armas. Muchas veces participaron en pronunciamientos y revoluciones. Tuvieron que luchar así por causas que nada o muy poco les concernían. Las leyes que en esos países se fueron promulgando ignoraron siempre a los indios. Como se había declarado que todos eran ya iguales, el concepto de indio quedó privado de valor en los tribunales y solo perduró para enmarcar en él con desprecio a quienes por su aspecto parecían serlo.
Pérdida de la propiedad comunal
Con el tiempo se agravó la situación de los que, no ya jurídicamente pero sí en la realidad, siguieron siendo indios. En varios de los nuevos países, como ocurrió también en las antiguas metrópolis europeas, hubo leyes que desamortizaron los bienes de la Iglesia.
La supresión de la propiedad en manos de las comunidades abarcó también a los pueblos indígenas. Hubo legisladores que, ante el reproche de que no habían atendido el caso de los pueblos originarios, respondieron que, por el contrario, lo habían tenido siempre presente. Por ello se incluyó a los indios entre las comunidades cuyas tierras y otros bienes debían convertirse en propiedad privada. Así iban a ser como el resto de la población.