Por el Dr. Rafael Leonidas Pérez y Pérez.
Los viejos y tostados techos de hojas de palma cana, ya no pueden erizarse más ante el embate perpetuo del candente sol.
Xerófilas crecen en algunos de ellos. Sus raíces se entierran en el polvo que constantemente se va acumulando en esas “cobijas”.
El palmar, al este del pueblo, prácticamente murió. Por eso en él, ya la cigua palmera (ave nacional) no canta.
Muchas hojas de palma cana, día por día, semana por semana, mes por mes, año por año dio el palmar para “cobijas”, escobas, serones, macutos, sillas, sogas, etc. Además, las tablas de las palmas real y cana, aún forman paredes o “setos” de añejas casas. Y con las últimas, más que con las primeras, se hacían empalizadas entre otras utilidades.
Poco ganado pasta debajo de algunas palmeras en los “potreros” que el duvergense abrió en donde anteriormente lo cerrado de la fronda a duras penas dejaba penetrar el machete, el hacha y la sierra, instrumentos o aperos con voracidad depredadora.
El palmar al este de Duvergé, era el pulmón del poblado.
Al mediodía “la tarbia” (carretera) desde más allá del mencionado palmar, continuando como la calle Duarte en el medio del pueblo y siguiendo como “pista” después del barrio San José, humea y humea.
El humo, en espirales se ve ascender. Y, se diluye al querer llenar el éter.
El sol plomizo pretende derretir el asfalto.
A las 12:00 meridiano en Duvergé, para los niños del ayer, el diablo andaba suelto.
El que salía a esa hora le daba “tifo” o “tabardillo”.
El tránsito peatonal sobre todo por la escasez de vehículos en el pueblo, se reducía a lo más mínimo.
A “las doce del día” los clavos impiden que las hojas de zinc en los techos salten, aunque suenan como palomitas de maíz.
Las amas de casa de antaño (y algunas de hoy), las mismas que hacían los quehaceres domésticos (ciertas aún los hacen), se apresuraban para que la vecina no le llevara la delantera en “la raspadera” del “concón”.
Así se sabía quién había cocinado temprano o más tarde en Duvergé.
Era vergonzoso para el niño del ayer escuchar de otro burlonamente apuntar, que en su casa se cocinó y comió tarde.
Era la época en que se sabia quien comió arenque. El olor del ahumado y exótico pescado inundaba el vecindario.
Los patios se dividían con “cercados” que en su generalidad tenían portillos. Otras familias no ponían fronteras con cercas a sus propiedades. Pasaban de un patio a otro sin abrir puertas, saltar los “cercados” o pasar por agujeros.
El sol del mediodía en Duvergé sigue incólume.
La ingenuidad y la candidez se han ido.
¿Por siempre?
El Nacional, 9 de Septiembre de 1990, Pág. S-12.
Fuente:
●Pérez y Pérez, Rafael Leonidas, «Fundación de Duvergé y Otros Temas», Imprenta Offset Nítida, Santo Domingo, 1992, Págs. 243 y 244.
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