Manuel E. González S.
22 de diciembre de 2024
Faltaban diez minutos para las dos de la tarde cuando un hijo cariñoso abrazaba a su padre desde atrás. Un foco de luz brillante iluminaba su cabeza, símbolo inconfundible de excelencia. En su mano derecha sostenía la llave que garantizaba su traslado.
Antes de que sus manos se estrellaran, fueron congeladas por la foto. La sintonía entre sus sonrisas —una de sabiduría y otra de inteligencia— es evidente; la expansión de ambas frentes no engaña. La zona visceral de sus rostros revela diferentes emociones: la del padre, determinación; la del hijo, acción anticipada.
Sus miradas también son distintas: la del padre es aguda como la de un águila, mientras que la del hijo es panorámica. Aunque sus vestimentas tienen colores diferentes, sus admiraciones son recíprocas. Dos generaciones se encuentran aquí: el padre, que llevó sobre sus hombros a su hijo emergente, y ahora el hijo, que tiene a su padre al frente como ejemplo.
En el fondo, fotos alineadas en la pared reflejan el árbol genealógico de la familia.
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