La Historia como ciencia.

Por: Sergio Fernández Riquelme.

Historiador. Universidad de Murcia.

“Al mirar al pasado, no podemos prescindir

 de nuestras propias experiencias,

acciones, pasiones y prejuicios”

(A.J. Toynbee,  prólogo a La Europa de Hitler, 1986).

A inicios del siglo XXI asistimos a una aceleración, sin precedentes, del ritmo vital de nuestra civilización. La globalización del conocimiento, la tecnificación creciente de la vida cotidiana o las nuevas formas de comunicación, más rápidas y directas que antaño, expresan cambios sociales y culturales de alcance aún por determinar. Las viejas tradiciones seculares, que vinculaban al hombre con su entorno material y espiritual parecen entrar, en ciertos países y en ciertos sectores de Occidente, en trance de desaparición; pero las nuevas formas de vivir y de pensar, propias de la modernidad, se suceden, unas a otras, sin solución de continuidad aparente, y a una velocidad que apenas deja rastros de las mismas en los anales contemporáneos.

La generación protagonista de este “tiempo histórico”, heraldo de una sociedad siempre presta al mito del progreso indefinido, comienza, empero, a hacerse preguntas sobre el presente que debe o pretende encabezar. Caídos los mitos colectivistas, desprestigiados los modelos de autoridad y jerarquía, y ensoñados por un ideal de libertad no siempre acompañado por su necesaria salvaguarda de obligaciones y responsabilidades, esta generación comienza a cuestionarse sobre las raíces de los problemas sociales y políticos no superados, los orígenes de las amenazas medioambientales difundidas globalmente, o los valores que un día fueron el referente de sus antepasados; en suma, sobre la historia que ha llevado a su época ser de una manera y no de otra.

Así pues, cada generación tiene la obligación, cuando no necesidad, de escribir su historia. Todo historiador, cronista de un presente que se agota a cada segundo, debe contar para narrarla con un aparato metodológico y una línea teórica que responda, de manera sistemática, a las preguntas que los hombres de una época lanzan sobre las posibilidades que en el pasado se dieron, y entre las que eligieron sus antepasados. La ciencia histórica, disciplina singular y “arte” tradicional[1], enseña así, con pretensiones didácticas, el camino elegido por la humanidad en su evolución cultural, a nivel local o global; descubre los límites y oportunidades que el “tiempo”, categoría esencial en la Historia, ha dado a la libertad de los hombres[2].

La tarea investigadora y didáctica del historiador, demuestra pues, generación a generación, una enorme importancia. Ya el historiador romano Polibio [c.202-c-120. C.] recordaba que “no hay profesión más útil para la instrucción del hombre que el conocimiento de las cosas pretéritas”[3]. Esta “instrucción” se concreta, científicamente, en el conocimiento y exposición de los “hechos históricos” como el conjunto de ideas, creencias y valores que dieron sentido a la existencia de un pueblo, de una época, de un individuo, en un tiempo concreto y en un espacio determinado. Pero la ciencia histórica no se ocupa de todos los hechos del pasado, bien representados por un personaje carismático, bien presentes en toda una colectividad definida. La “duda epistemológica” que inicia toda tarea historiográfica, parte de los intereses y paradigmas que afectan y condicionan en el presente al historiador. Por ello encontramos diversas interpretaciones y análisis, con lenguajes propios, sobre un mismo “hecho histórico”, fruto del contenido subjetivo que todo científico, como el historiador, plantea en su hipótesis de trabajo.

La finalidad de la ciencia histórica se sitúa, pues, en objetivar el contenido subjetivo presente en estos “hechos históricos”, tanto en la narración primaria de los protagonistas de los mismos, como en la interpretación secundaria de los historiadores ocupados en estos menesteres. Una objetivación que nos remite, siguiendo a Xavier Zubiri, a los tres factores propios de la experiencia de cada época: el contenido concreto (repertorio de acontecimientos o hechos históricos), la situación de partida y su horizonte histórico. Factores que proyectan el pensamiento humano, individual y colectivo, el cual siempre opera bajo las categorías intelectuales y espirituales vigentes en un espacio y tiempo concreto[4]. Ante ellos, el historiador debe interrogar al pasado sobre lo que hubo y lo que queda, en las posibilidades históricas que se plantearon y las que llegaron a germinar[5].

La objetividad de todo hecho histórico demuestra como los conceptos políticos, sociales o económicos creados por toda cultura, no son universales ni eternos; resultan instrumentos de la “razón histórica” propia de una generación consciente de su unidad y trascendencia. Poseen, utilizando una analogía orgánica, una “existencia histórica” determinada, ligada a la realidad humana que los ha generado. La finalización de su tiempo histórico, del conjunto de creencias, de sus “categorías del espíritu”, es su propio ocaso. Los conceptos con lo que se comprende la realidad del pasado representan esta naturaleza, y su agotamiento histórico viene precedido de la quiebra de los modos de pensamiento imperantes. En un proceso que pasa generalmente inadvertido a los coetáneos, no así al historiador (o por lo menos debería), la mutación del punto de vista esencial (económico, político, social, cultural) de una generación, y que da carácter a una época, presupone un cambio en el mundo, en sus instituciones y su sistema de creencias; creencias donde el hombre situaba su razón de ser, ya que “su matriz albergaba su tiempo biográfico”[6].

Todo acercamiento científico al pasado debe presentar, por ello, la comprensión del impacto de los acontecimientos pretéritos en el presente inmediato, material y espiritualmente. Ante la pretensión errónea de la “inmediatez del conocimiento”, que convierte nuestra realidad en un “siempre empezar” (y que nos hace esclavos del error), el intelecto humano vuelve a buscar en la Historia, una y otra vez, las respuestas a las cuestiones básicas, y actuales, de nuestra naturaleza, de nuestros errores, de nuestras posibilidades. En este proceso, la Historia vuelve a demostrar su naturaleza científica, empírica y epistemológicamente, buscando trazar esa línea capaz de unir las posibilidades del pasado y las posiciones del presente, a nivel individual o a nivel colectivo.

Ahora bien, parece ser que las viejas teorías y métodos de la tradición historiográfica no responden a los problemas emergentes y a las aspiraciones culturales de esta nueva generación. Frente a la especialización sectorial del conocimiento histórico, surge la aspiración a la síntesis; ante a un racionalismo interpretativo ajeno a los intereses y pensamientos puramente humanos, se vuelve la comprensión hacia el mito y la leyenda, el espíritu y la fe, la ideología y la propaganda como partes esenciales de nuestra antropología; en contra del mero dato cuantitativo, frío y deshumanizado, regresamos a la visión cualitativa de nuestra existencia[7]. Es decir, se vuelven los ojos hacia la realidad de la libertad del ser humano, en sus posibilidades y limitaciones. “De lo que se trata es- como bien señalaba Ramiro de Maeztu- de recordar con precisión lo que decíamos ayer, cuando teníamos algo que decir”; es decir, de recobrar nuestra “conciencia histórica”[8].

Así, este trabajo aborda una aproximación a la realidad singular de la Historia como disciplina científica; para ello pretende situar su objeto de estudio, aventurando una suerte de definición genérica, y determinar su lenguaje específico (historiografía), las claves y los modelos para su teorización (historiología).

            Todo trabajo de naturaleza teórica y metodológica sobre la Historia debe, en primer lugar, determinar sus bases como disciplina científica: su estatuto y su función. La entidad de la Historia como ciencia social y humana remite, en todo caso, al conjunto de métodos e ideas que permiten un conocimiento riguroso y empírico sobre el pasado desde el presente. Esta instrumentalidad del conocimiento histórico nos sitúa en el papel del mismo a la hora de responder las preguntas que cada generación realiza sobre su pasado, a la hora de conformar su propia “conciencia histórica”.

En este sentido es necesario apuntar una primera precisión. En cualquier ciencia, como la Historia, hay un punto de partida no sujeto al raciocinio físico-matemático. Lo percibe el entendimiento sin otra operación que la meramente intuitiva, que el respeto a la tradición o por cierto consenso intelectual. Así, no hay ciencia humana alguna, ni puede haberla, sin la aceptación previa de ciertos conocimientos cuya verdad no puede ser comprobada de manera meramente cuantitativa. Hay un límite a la facultad crítica del hombre, y ese límite se halla en los conocimientos intuitivos que llevan en sí mismos  una claridad tan adecuada a la naturaleza del entendimiento humano: “las primeras verdades”[9]. Por ello, todo el edificio científico, por complicado que parezca, se apoya, como en piedras angulares, en unos cuantos principios que deben ser admitidos por si mismos. Estas primeras verdades científicas se aceptan por la razón, no porque sean demostrables, sino porque son ciertas; es decir, porque expresan la adecuación del entendimiento humano con la realidad.

Y los objetos son verdaderos, en este caso los “hechos históricos”, si tienen en la realidad la esencia, los atributos y las cualidades que corresponden a su idea típica preexistente. Las cosas son sólo conocidas mediante las ideas que de ellas nos formamos; es decir, con aquella verdad subjetiva que consiste en la conformidad de nuestro entendimiento con la razón. Ideas verdaderas, claridad en su comprensión y palabras adecuadas al concepto, son las condiciones esenciales una ciencia asentada sobre dogmas ciertos[10].

Estas “ideas claras” dan sentido a la Historia como ciencia. Son los fundamentos de su aparato metodológico y de sus pilares teóricos, y son el punto de partida para objetivar un pasado siempre diverso. Aparece así la Historia, mutatis mutandis, como una auténtica “maestra de la vida” (magistra vitae), pero no como una suerte de predicción del futuro, sino como una propedéutica que nos prepara para un presente convertido, cada segundo, en pasado inmediato. La ciencia histórica presenta, por ello,  una constitución científica sumamente singular dentro del campo de las ciencias sociales y humanas, así como un ascendiente común en la reconstrucción de la génesis y evolución del resto de categorías culturales y disciplinas científicas actuales (desde la Medicina al Derecho, pasando por las formas sociales, relacionales o económicas de nuestras sociedades).

  1. La historia como “ciencia singular”.

            El historiador holandés Johan Huizinga [1872-1945] señalaba que la “historia es la forma espiritual con la que una cultura da cuenta de su pasado”. Frente a las fábulas míticas o las simples narraciones literarias, tan presentes en la transmisión del pasado, la Historia como disciplina científica presentaba una “forma espiritual”, signo de su singularidad, que superaba la distinción positivista entre “investigar la historia” (ciencia) y “escribir la historia” (historiografía)[11]. Ello explicaba que cada cultura, local o global, tenía que reputar su historia como verdadera en función de los postulados propios de su “conciencia cultural”, como grupo más o menos cohesionado, o refutarla al comprobar el valor relativo de sus mismas creaciones culturales.

            Aquí radica la singularidad de la ciencia histórica. Asimismo, Wilhelm Dilthey [1833-1911] distinguía entre las ciencias naturales y las “ciencias del espíritu”, donde se encontraba, lógicamente, la Historia. La “irracionalidad del mundo” histórico, con sus múltiples creaciones culturales, no podía ser medida con los esquemas de las ciencias naturales, ya “que su objeto nos es accesible mediante la actitud fundada en la conexión, de vidas, expresión y comprensión”[12].

Así pues, la cultura científica actual debe pretender la comprensión de la pluralidad de hechos históricos y de las formas de hacer la historia. Debe “rendir cuentas” de las creaciones culturales del pasado, exponentes del espíritu de un pueblo, de la “conciencia histórica” que es parte integrante de su cultura y que da sentido y significado; que “objetiva”, en suma, sus manifestaciones materiales y mentales (el componente “subjetivo”). Para ello, nada mejor que definir el punto epistemológico de partida (el concepto de la Historia), y alcanzar una provisional definición científica de su propia disciplina. Ésta es la primera tarea del trabajo del historiador.

2.      Conceptos de la Historia.

La palabra Historia se usa, en nuestro idioma, para definir dos conceptos distintos pero interrelacionados: en primer lugar, el hecho sucedido o “pasado”, y en segundo lugar, el conocimiento científico del mismo; en alemán, esta distinción se materializa en estos dos términos: Geschichte e Historie (así como en inglés, entre story e history). Pero esta división, es superada, a efectos didácticos con el desarrollo de la historiografía o ciencia de la Historia.

Por medio de ella, el historiador realiza el siguiente proceso: este proceso historiográfico sitúa, así, el concepto de la Historia como ciencia: la selección entre los acontecimientos pasados de aquellos que, en su opinión, permiten reconstruir los orígenes o la imagen previa de una tesis presente. Es decir, busca en el pasado los testimonios de los hechos que han influido en la evolución cultural de la Humanidad (desde el plano local al general, del individual al colectivo). La Historia se ocupa, así, no de todos los acontecimientos del pasado, sino de aquellos “hechos históricos” que necesita para explicar el interés y la justificación de su investigación; es decir, “elige solamente aquellos que se relacionan específicamente con su trabajo” [13].

La realidad de la historiografía remite a la tesis “presentista” que apuntó Benedetto Croce [1866-1952]: “solo un interés de la vida presente puede mover a indagar sobre un hecho pasado; el cual, en cuanto se identifica con un interés de la vida presente, no responde a un interés pasado, sino presente”[14]. El historiador, como hijo de su tiempo, no realiza un simple estudio objetivo del pasado (sin negar las virtudes de la “neutralidad axiológica”, de la Wertfreiheit weberiana), sino que afronta el conocimiento del presente a través del pasado (demostrando la realidad de la historia como, “maestra de la vida”, como la citada magistra vitae). Por ello, si el tiempo presenta cambia, también se modifican las preguntas que el hombre y el historiador realizan al pasado. Esta es la razón por la cual cada generación necesite rehacer su historia, ya que las respuestas dadas por las generaciones anteriores ya no satisfacen las cuestiones que en ese nuevo momento se plantean. Así se explica el interés marcado que advertimos por las nuevas generaciones hacia la Historia económica y social, tecnológica y medioambiental; no constituye una simple moda, sino una necesidad: los problemas que afectan al tiempo presente son de esa misma naturaleza.

El proceso historiográfico determina, como hemos visto, el concepto de Historia, realizando un trabajo continuo de naturaleza científica, que alimenta los rasgos de la conciencia histórica de cada generación, y sirve de plataforma intelectual para la siguiente etapa de investigación. Un proceso que permite, a la vez, aprehender los datos, comprender los hechos, y explicar el pasado, pero siempre desde un “subjetivismo histórico” que demuestra irrelevantes las pretensiones objetivistas del positivismo y del materialismo. Como señalaba Luis Suárez, “ningún historiador puede aspirar a contemplar su campo de investigación desde fuera de él, pues, como hombre, se halla implicado en la Historia”[15].

El “concepto histórico” resulta, inicialmente, la formula intelectual con la que aprehendemos el significado de los hechos históricos estudiados. Este concepto presenta, como señala  Koselleck, tres principios básicosla pluralidad histórica de funciones, asociada a los usos públicos del lenguaje;la idea de que el surgimiento de la distinción “entre antiguo y moderno” fue el auténtico umbral de revolución del léxico político contemporáneo (entre el siglo XVIII y XIX), y la tesis de que un cambio conceptual está inserto en un cambio de estructuras político-sociales de referencia[16].

Esta aseveración pluralista justifica el paradigma de la “Historia de los conceptos” y su afirmación de la temporalidad de estos conceptos como formaciones intelectuales. Bajo este paradigma, los conceptos históricos muestran su vinculación con un determinado conjunto de creencias y un tiempo histórico concreto, fuera de los cuales pierde su significación originaria. Sobre este aspecto, Penzi y Ruiz Ibáñez apuntaban que “uno de los problemas ejes de la aproximación a los términos de la época por parte del historiador es la diversa concepción que de ellos tuvieron sus contemporáneos. Por ello, buscar una genealogía lineal de los mismos solo se puede hacer al coste de dar un sentido tan finalista como determinista de su evolución, lo que suele significar la asunción por parte del historiador de la acepción que dicho concepto hizo una parte de los agentes en liza” [17].

 Cada concepto presenta, por ello, una mutación de su significado según su contexto de enunciación. Koselleck negaba validez a toda narración histórica sobre una idea determinada, basada en simples abstracciones y construida bajo la mera recurrencia terminológica (como la “historia de la democracia”, desde la Grecia clásica a las Democracias de Postdam). Al contrario, señalaba que los conceptos históricos no estaban dotados de una entidad fija e inmutable al acontecer; para el historiador germano no existía un núcleo esencial conceptual que se mantuviera inalterado, por debajo de los cambios de sentido que se le imponían. Por ello, el historiador debía tratar de descubrir los múltiples significados conceptuales en su particular contexto histórico[18].

“¿Hasta qué punto era común el uso del término?¿Su sentido era objeto de disputa? ¿Cuál era el espectro social de su uso? ¿En qué contextos aparece? ¿Con qué términos aparece ligado, ya sea como complemento o su opuesto? ¿Quién usa el término, para qué propósitos, a quién se dirige? ¿Por cuánto tiempo estuvo en uso? ¿Cuál es el valor del término dentro de la estructura del lenguaje político y social de la época? ¿Con qué otros términos se superponen? ¿Converge con el tiempo con otros términos?”. La respuesta a estas preguntas, determina el sentido y significado de cada concepto en la Historia, ayudando a delimitar la investigación sobre itinerario de cada uno de los hechos históricos planteados desde el presente[19].

Ahora bien, esta interrelación subjetiva entre el Historiador y su tiempo, entre pasado y presente, es un verdadero “hecho objetivo”. La concepción filosófica predominante en una generación determina, como ejemplo o como reacción, tanto la labor de reconstrucción historiográfica, como el mismo concepto de acontecer histórico. Este movimiento variable y evolutivo de las interpretaciones atestigua el carácter científico de la Historia; pero no una ciencia meramente positiva, limitada a descubrir un orden lógico de conocimientos históricos objetivos, sino una ciencia esencialmente humana, cifrada sobre la ordenación sistemática de verdades sobre el pasado, planteadas éstas bajo ciertas hipótesis de trabajo indemostrables a priori. Pese a que “la Historia se escriba en un orden cronológico directo –apuntaba Suárez-, de antiguo a moderno, se investiga a la inversa, es decir, de moderno a antiguo”[20].

3.   Hacia una posible definición científica de la Historia.

            La ciencia histórica aparece, pues, como una de las maneras empíricas de estudiar la evolución social y cultural de la actividad ser humano respecto al mundo material y espiritual que le rodea. Y como toda ciencia pretende conocer su objeto de atención mediante una serie de instrumentos y una serie de leyes mediante las cuales selecciona, ordena, almacena y expone los “hechos históricos”. Ahora bien, la Historia busca respuestas en el pasado a preguntas que se plantea, previamente, en el presente sobre un “hecho histórico” que, en teoría, le es desconocido. Ésta es, pues, su duda epistemológica de partida del historiador. Y el método para resolverlas comienza con la serie de preguntas planteadas, obligatoriamente generadas desde el presente, y sometidas, por ello, al criterio subjetivo de la persona y del tiempo. Así la historia aparece como el medio en el que una sociedad, una cultura, rinde cuentas a su pasado inmediato o remoto.

            Sobre estos criterios podemos avanzar una definición general, y por ello sometida a revisiones de todo tipo, sobre la Historia como ciencia. Hay que advertir, además, que el concepto de Historia que aquí perseguimos ha evolucionado en el transcurso del tiempo y es tan plural como autores se han dedicado a definirlo: J. Huizinga integraba su realidad como ciencia en un “espíritu” cultural más amplio, J.A. Maravall [1911-1986] la definía como “una ciencia que tiene, como cualquiera otra, sus principios propios, y según ellos, se nos muestra dentro de un sistema determinado de relaciones, válida en una esfera de hechos de la experiencia humana”[21]; para Henri Irene Marrou [1904-1977] aparecía como “el conocimiento del pasado humano” más allá de su evolución biológica[22]; Wilhelm Bauer situaba a la Historia como “la ciencia que trata de describir, explicar y comprender los fenómenos de la vida, en cuanto se trata de los cambios que lleva consigo la situación de los hombres en los distintos conjuntos sociales”[23]; e incluso Paul Veyne [1930-] negaba la misma realidad científica de la Historia al considerarla simple “relato”[24].

Por ello, nos aventuramos a delimitar la Historia, en su plena singularidad, como una ciencia que estudia en el pasado, a través de una serie de técnicas documentales y por medio de un lenguaje historiográfico específico; hechos del pasado previamente seleccionados en el presente, en función de un paradigma teórico de referencia y del sistema de creencias propio del tiempo histórico. Al respecto de la definición de la Historia, Luis Suárez señalaba que “ésta trata de enlazar presente y pasado para someterlos a un orden lógico unitario, explicando el presente por el pasado y el pasado por el presente”, mostrando su singularidad científica al abordar “una dimensión humana esencial: el tiempo[25].           

El objetivo confesable de todos los historiadores ha consistido en recopilar, registrar e intentar analizar hechos del pasado del hombre (de manera parcial o total) y, en ocasiones, descubrir acontecimientos ocultos en la memoria o en los restos documentales materiales. Pero el fin inconfesable de los profesionales de la ciencia histórica se ha situado, siempre, en controlar y definir la variable del tiempo; no del tiempo cronológico, medible en términos físico-matemáticos, sino del “tiempo histórico” propiamente humano, que conecta las experiencias que se dieron en el pasado y las posibilidades que se presentaron en el presente. Esta es la clave que distingue a la “ciencia histórica”, y que se cifra en tres grandes presupuestos:

El tiempo otorga, pues, una esencia gneosológica y una especificidad metodológica a la ciencia histórica. Ésta se construye sobre documentos y testimonios, ruinas y vestigios, monumentos y obras culturales “supuestamente objetivas”; unas reliquias creadas por el “genio” de cada generación y modeladas por el sistema de creencias vigente en la misma. Pero estas reliquias no presentan una realidad “ontológica”; no existen más que por el reconocimiento material del historiador de su significado pretérito y de su consistencia presente. El historiador realiza, a modo de abstracción, una “resurrección vital” de las mismas, de su signo y de su función, pero siempre bajo las coordenadas culturales del espacio y del tiempo propios del historiador, e incluso desde la predictividad del futuro que suele asociarse, comúnmente, a la tarea historiográfica.

Así, el tiempo une las dimensiones fenoménica y teórica de la ciencia histórica: el análisis gnoseológico del significado de las reliquias en el conjunto de la construcción histórica, y en el análisis de los procedimientos de construcción. El pasado será, para la ciencia histórica, el reflejo del presente (el reflejo de las reliquias obtenidas) y el presente, recíprocamente, el reflejo de ese pasado reconstruido. Por ello, la función esencial de la Historia como ciencia se sitúa en la construcción científica de los “hechos históricos”, que convierten las reliquias (el reflejo) en pasado (lo reflejado), a través de un orden lógico determinada por la variable “tiempo” y sobre los valores presentes en la reconstrucción del pasado[26].

Por ello, podemos señalar los cuatro grandes campos temáticos donde se ha desarrollado la ciencia histórica; campos genéricos, que en muchas investigaciones aparecen interrelacionados, y que cuentan con el apoyo del instrumental de las ciencias auxiliares específicas para la Historia:

a) La política: estudio de las instituciones y conflictos en periodos determinados, bien explicadas sincrónicamente o bien analizados de manera diacrónica, contando con las instrucciones teóricas de la Ciencia política, de la Geografía política o del Derecho político.

b) La cultura: análisis de las ideas y creencias de los pueblos, en especial del papel de la religión, de las ideologías y las mitologías culturales, con la ayuda de la antropología, la filología, la filosofía o la misma teología.

c) La Economía: investigación sobre las condiciones materiales de la existencia humana, entendidas bien cuantitativa bien cualitativamente, con el recurso a la Economía política, la Demografía, o la Cliometría.

d) La Sociedad: estudio de las estructuras, movimientos y relaciones de las diversas organizaciones sociales, a través de la sociología, de la pedagogía o de la Política Social.

      4.  Ideas sobre la historiografía.

Teorizar es uno de los imperativos básicos de la Historia entendida como disciplina científica. Al intentar reconstruir desde el presente dimensiones de la memoria histórica contemporánea, necesitamos plantear hipótesis históricas basadas en dudas epistemológicas más o menos sostenibles, en “hechos históricos” potencialmente documentables, sustentados en procesos de investigación empíricos perfectamente definidos, y orientadas a obtener teorías explicativas de este hecho histórico objeto de nuestro interés y preocupación.

Y estas teorías interpretativas deben basarse en instrumentos conceptuales, en categorías de interpretación fundamentadas que den a la opinión pública, a la institución académica y al propio proceso histórico-científico nuevas visiones sobre los fenómenos históricos que han presidido nuestros dos últimos siglos. Frente a las visiones ideológicas y los juicios morales que deforman la comprensión retrospectiva, la ciencia histórica tiene el imperativo axiológico de mostrar los hechos tal como los esbozaron sus protagonistas, no como la soñamos o la “necesitamos” los historiadores actuales, tanto los datos empíricos como la mitología interpretativa[27].

De esta necesidad surge la historiografía o lenguaje histórico (del griego Ιστοριογράφος, y especialmente de la raíz de γράφειν, escribirel que escribe, o describe, la Historia[]). Tomando como referencia del diccionario de Bescherelle (1845), el “arte de escribir la historia”, podemos concretar la historiografía como el registro escrito de la Historia a través de una metodología concreta, de unas categorías temporales determinadas, de unos conceptos propios y de un lenguaje destinado a explicar el tiempo histórico; o en su sentido más concreto, podría ser la manera y el sentido en que la Historia se ha escrito y se escribe.

La historiografía constituye el conjunto de técnicas y métodos de investigación e interpretación propuestos para describir los hechos históricos acontecidos. Concreta, pues, el método científico de la Historia a través de un procedimiento compuesto por tres grandes elementos:

1. Heurística (tesis) o recopilación de las fuentes necesarias para documentar un modelo previo de investigación (una hipótesis),  determinado por intereses del presente (individuales o colectivos, científicos o ideológicos, etc).

2. Crítica (antítesis) o análisis evaluativo del contenido de las fuentes, evaluando la veracidad, realidad e interpretaciones de las mismas.

3. Hermenéutica (síntesis) o interpretación en qué se relacionan los datos y las informaciones dentro del marco general del que partió la investigación, intentando describir las causas y  las consecuencias de los hechos históricos analizados.

   5. Elementos para una ciencia histórica.

              Para terminar con esta aproximación a la Ciencia histórica, podemos señalar los elementos que consideramos básicos a la hora de emprender el trabajo historigráfico: las fuentes históricas, la determinación del tiempo histórico, y el espacio histórico.

a)      El significado de las fuentes históricas.

Una fuente histórica es todo objeto, documento o evidencia material que contiene o conlleva información útil para el análisis histórico, y que deben ser tratadas con el respeto a su origen a través de su “cita fiel” (referencia exacta). Pero estas fuentes nos remiten, siempre, a la persona, elemento central de la Historia. De él decía Ortega y Passer que es, ante todo, “un ser histórico”, ya que el recordar es la interpretación de nuestra vida, de los que hemos sido, y la influencia decisiva de nuestro “ahora”[28].

Las fuentes nos informan, así, sobre la forma de pensar y de actuar de las personas, individual y colectivamente, y nos introducen en el significado de las elecciones de los protagonistas del “hecho histórico”, así como de los historiadores que se ocupan de los mismos. Por ello, las fuentes históricas se pueden clasificar en primer lugar, y en función de su origen, bien como fuentes primarias o directas, fuentes secundarias o indirectas, o fuentes terciarias: Las fuentes secundarias son los estudios realizados por historiadores posteriores al hecho histórico estudiado, y procedentes de diversas fuentes primarias o de similares estudios indirectos (aquí encontramos libros de historia, biografías, e incluso la novela histórica).

Estas mismas fuentes en la reconstrucción historiográfica pueden ser clasificadas, asimismo, a partir del soporte material (o formato) que contiene la información históricamente relevante: documentales, narrativas, audiovisuales, estadísticas, iconográficas, artísticas, orales, etc). En este punto hay que señalar que todo resto cultural generado en el pasado y aún existente en el presente (en sus repercusiones materiales y espirituales), las “reliquias del pasado”, puede ser objeto de uso científico por el historiador, mostrando con ello la presencia de la ciencia histórica en el conocimiento del pasado de toda disciplina científica (la Historia de la Medicina, por ejemplo), de toda comunidad humana (como las raíces de una familia) y de toda especialidad técnica (los orígenes del mundo informático, tan en boga en los últimos años).

            Pero el análisis de las fuentes debe afrontar una cuestión clave: ¿documentación histórica o producción historiográfica?. Una cuestión epistemológica que remite a la pluralidad de visiones presentes en los protagonistas directos del hecho histórico, y a los presupuestos de partida del historiador; es decir, a la dialéctica presente en toda reconstrucción historiográfica: objetividad (pretensión a una neutralidad axiológica en el conocimiento de los hechos históricos) y subjetividad (reconocimiento de los intereses, ideologías y limitaciones de éste).

La selección y tratamiento de las fuentes documentales y materiales, así como la producción histórica paralela, corren el mismo camino: la interrelación entre las exigencias de “objetividad científica” a la hora de elegir y narrar los testimonios necesarios para la reconstrucción historiográfica (y que determina su método y su teorización); y la necesidad de reconocer la “subjetividad cultural” presente en diversas posibilidades que hicieron de una manera, y no de otra, los hechos históricos (fundadas en múltiples intereses, creencias y valores). Así, la singularidad de la ciencia histórica se demuestra, con las fuentes como testigo, con la integración del método científico y la problematización filosófica, de las posibilidades en la tarea del historiador y en las posibilidades abiertas por los testimonios de sus antepasados.

b) El tiempo histórico.

El tiempo, como cambio o evolución, es el segundo elemento central la reconstrucción historiográfica. A través de esta categoría, la Historia sitúa los hechos y explica su impacto en el presente (como experiencias) y en el futuro (como expectativas). Un tiempo determinado por el desarrollo material y espiritual de las culturas humanas, desigual en su ritmo histórico desde finales de la prehistoria (“la revolución neolítica”), categorizado en periodos históricos (determinados en gran medida por la civilización cristiana y occidental), y cifrada, en términos de filosofía de la historia, por la dinámica histórica (cambio y continuidad, movimientos[29]o crisis, tendencias de progreso o reacción, procesos lineales o cíclicos, e incluso aceleración o despegue) [30].

Tradicionalmente se ha venido distinguiendo entre tiempo circular y tiempo lineal, respecto a la evolución de los pueblos y civilizaciones. El primer tiempo sería el propio de las comunidades prehistóricas o de ciertas civilizaciones orientales (de Persia a la misma Grecia clásica); en ellas, el presente solo conducía a retornar al momento ideal originario o previo, como una repetición continúa y cíclica del propio pasado[31]. El segundo tiempo respondería a los pueblos de raíz judeocristiana, tendentes a caminar y progresar hacia un futuro que conllevaba una promesa de plenitud; son pueblos que comienzan a reflexionar sobre su propio pasado, a integrar su “conciencia histórica” en la actividad del presente. Junto a esta clasificación, podemos apuntar la teoría de los posibles niveles del tiempo histórico desarrollada por Fernand Braudel:

  • la larga duración o nivel de la estructura, cuya estabilidad es muy grande,
  • la media duración o coyuntura (estadio intermedio, en que el cambio es perceptible), y
  • la corta duración o acontecimiento (más visible pero lo menos significativo, y que habría sido el enfoque temporal más habitual).

Respecto a la periodización de este “tiempo”, persiste la división en periodos clásicos de la Historia de la Civilización Occidental, basada en los términos acuñados por Cristóbal Celarius [1638-1707] en su obra Historia Antigua (1685): Edades Antigua, Media y Moderna; o por siglos, reinados y regímenes políticos (Anales, Crónicas, Arcontología[32]). Pero se completa con nuevas categorías de interpretación histórica, a nivel universal (era de la globalización, guerra fría, época de la Política Social, etc.) o local, y centradas en el impacto cultural y espiritual del desarrollo material, institucional y espiritual en las sociedades humanas.

Para esta periodización resulta necesaria la aplicación de la Cronología, ciencia auxiliar de la Historia. Mediante el tratamiento cronológico del tiempo, si bien en un inicio se alcanza una secuencia narrativa del proceso histórico, a nivel general o parcial (datación cuantitativa), en segundo lugar permite enlazar las causas pasadas con los efectos en el presente y las perspectivas en el futuro (datación cualitativa). Pero existen dos tipos de tratamiento para estudiar y situar temporalmente el hecho histórico, en función de su evolución lineal (diacrónico) o en base a un momento concreto en varios planos o lugares (sincrónico); aunque hay que señalar, como ejemplo, que James Frazer [1854-1941] superó esta división genérica al utilizar ambos tratamientos en su obra antropológica capital, La rama dorada (1890-1922):

1. El tratamiento diacrónico estudia la evolución temporal de un hecho desde su génesis hasta su ocaso.

2. El tratamiento sincrónico analiza el hecho histórico en un momento determinado, en varios planos o lugares tiempo pero en diferentes planos.

c) El espacio: lugares en la Historia.

            En Historia podemos entender el espacio como el lugar físico donde se ha desarrollado el “hecho objeto de estudio” y que es objeto de atención del historiador, aplicando los dos criterios historiográficos antes señalados (persona y tiempo). Un espacio conceptuado por el historiador, a efectos de investigación, de múltiples maneras (unidades políticas, regiones geográficas, espacios geopolíticos) o por diversos factores (economía, sociología, etc.); pero que también era representado por nuestros antepasados de manera plural, en función de sus posiciones personales al respecto (la imagen de  su pueblo natal o sobre su país) o de la visión sobre el mismo de la comunidad de referencia (procesos de construcción nacional, periodos bélicos internos y externos).

            El papel del espacio físico en la investigación histórica es, por tanto, esencial. Es el escenario que determinó el nacimiento o desarrollo de un “hecho histórico”, o que fue determinado por la acción material y espiritual del ser humano a través de ese hecho. Las condiciones biológicas, climatológicas, geológicas, hídricas, económicas o geográficas, han determinado, históricamente, no sólo el asentamiento de una población y su desarrollo socioeconómico o cultural; también la respuesta de la misma al “medio ambiente” ha contribuido a modelar su “mentalidad”, el conjunto de creencias e ideales que dan sentido a su existencia individual o colectiva, a través de toda una serie de significaciones y representaciones mentales del papel del espacio, que les rodea o donde han nacido, en sus propias vidas (los procesos de emigración interna o trasnacional muestran el alcance de estas representaciones sobre el significado del espacio, tanto en su dimensión estática –lugar- como dinámica –movimiento-). Por ello, el historiador debe valorar, cuantitativa y cualitativamente, el impacto del espacio en la configuración del “hecho histórico”.

Notas


[1] Su consideración como “arte”  nos remite a su primera formulación mitológica en la Grecia clásica comoClío: una de la nueve deidades menores patrocinadores de las artes, hija de Zeus, padre de los Dioses,  y Mnemosina, diosa de la memoria, y que aparece representada coronada de laureles y portando en su mano izquierda un rollo de papiro.

[2] El filósofo de Stuttgart concebía la libertad como último fin del mundo y de la historia. Así lo expresa, cuando, después de subrayar que el espíritu es autoconciencia y es libertad, escribe que “la libertad es la sustancia o el ser del espíritu. Para cualquiera resulta inmediatamente comprensible que el espíritu posee, entre otras propiedades, la libertad; más la filosofía nos enseña que todas las propiedades de espíritu sólo subsisten gracias a la libertad, todas son únicamente medios para la libertad y todas no hacen más que buscarla y producirla; constituye una verdad de la filosofía especulativa la tesis de quela libertad es lo único verdadero del espíritu; el espíritu es elestar-consigo-mismo. Esto es cabalmente la libertad”;  y por ello afirma que “la historia universal es el progreso en la conciencia de la libertad”.Véase G. W. F. Hegel,Geschichte der Philosophie. Berlín, 1840, I, p. 63.

[3] Polibio de Megalópolis,Historia universal durante la república romana. Barcelona, Orbis, 1986, p. 19.

[4] Xavier Zubiri, “El acontecer humano”, enNaturaleza, Historia, Dios. Madrid, Alianza ed., 1987, pp. 189-197.

[5] Jerónimo Molina,La política social en la historia.Murcia, Isabor, 2004, p. 17-18.

[6]Ídem,p. 11.

[7] A modo ejemplo, la recurrente separación académica y metodológica entre ciencia histórica y literatura, que intenta ser superada en los últimos años por distintos proyectos interdisciplinares, no debe ser óbice para la utilización de la obra literaria como fuente documental de primer orden. Esta utilidad, nacida de una necesidad empírica no siempre valorada, se puede advertir, en la elaboración de ciertos aspectos del discurso histórico, tanto en sus fases de investigación y documentación, como en las de reconstrucción e interpretación, e incluso en los niveles de difusión cultural y elaboración didáctica. Al igual que ocurre con determinadas ciencias humanas y sociales complementarias como antropología, geografía, filosofía, política o historia del arte, y con las dimensiones históricas de toda disciplina científica, el estudio y uso de fuentes literarias dota al proceso de investigación histórico-científico, de un arsenal documental y una perspectiva metodológica de gran valor textual y hermenéutico. Nos permite acceder, siempre bajo criterios de selección y comprobación historiográfica, a dimensiones del “hecho histórico” negadas por la “fuentes primarias”, y a realidades emocionales, espirituales y simbólicas, tanto individuales y como colectivas, de notable significado testimonial: ideas no reconocidas, creencias ocultas, relaciones secretas, personajes no siempre secundarios, motivaciones reales, ideologías subyacentes. Véase Sergio Fernández Riquelme, “Historia y literatura. Disciplinas complementarias e instrumentos del discurso político”.Hispania,nº 230, CSIC, 2008, pp. 787-818.

[8]Ramiro de Maeztu, “Servicio, jerarquía y hermandad”,Acción española,n°45, 16 de enero de 1934, pp. 889-891.

[9] “Sin esas primeras verdades, humildemente aceptadas por el hombre, no habría ciencias”, por ello “hay que tener la gallardía de confesar que somos incapaces por naturaleza de dar la razón de todo, y la virtud de ajustar nuestra conducta a tan noble condición. En el proceso científico hay algo que puede ser denominado dogma, o no hay ciencia”. “Las derrotas que algunos pensadores del campo de la verdad experimentaron en el siglo pasado fueron debidas a que no abrazaron ese escudo con el que hubieran sido invulnerables. El enemigo les pedía la justificación racional de todo –aun  de aquello que no por ser de naturaleza racional no podía tenerla- y a él, en cambio, nadie le pedía la justificación racional del contenido del orden racional”. Por ello, para Pradera “usando las mismas palabras, parece sin embargo que hablamos diversos idiomas. Son raros los hombres que las dan idéntico sentido, por la sencilla razón de que una labor tenaz viene desde hace tiempo vaciándolas de su contenido para que sean fácil y eficaz vehículo del error. Véase Víctor Pradera, “Los falsos dogmas”,Acción española,n° 2, 1 de enero de 1932, pp 113-122.

[10] “La verdad se halla –según hemos visto- en las cosas y en el entendimiento humano; pero los conceptos humanos que de las cosas forman los hombres, se expresan por medio de palabras. Cada una de las que a nuestros oídos llegan, los impresiona con el exclusivo fin de suscitar en las inteligencias una idea; aquella misma precisamente, que quien la emitió quiso transmitirnos la vibración del sonido, para que con toda fidelidad se reprodujesen en nuestro espíritu. Debe haber, pues, una relación indestructible entre un concepto y el vocablo con que se expresa, a fin de que pronunciado el último, en el entendimiento surja siempre indefectiblemente la misma idea. En el lenguaje, por lo tanto, hay también una forma de verdad, la que resulta de la conformidad de la palabra con la idea; y una causa de falsedad, la que constituye la disconformidad entre el concepto y el término”.Ídem,p. 121.

[11] Johan Huizinga, “En torno a la definición del concepto de historia”, enEl concepto de historia y otros ensayos.México, Fondo de Cultura Económica, 1946, pp. 95-97.

[12] W. Dilthey,El mundo histórico. México, Fondo de Cultura Económica, 1944, pp. 107-108.

[13] Luis Suárez,Grandes interpretaciones de la Historia. Pamplona, Eunsa 1981 [1ª edición 1968], pp. 14-15

[14] B. Croce,Teoria e storia della storigrafia.Bari, Riveduta, 1943, pp. 4 y 5.

[15] Luis Suárez,op.cit, pp. 15-16.

[16] Rebatidos porSandro Chignola, “Sobre el concepto de Historia”, en Ayer,nº 53, Marcial Pons ed., 2004 pp. 75-95

[17] Marco Penzi y José Javier Ruíz Ibáñez, “Ius populi supra regem. Concepciones y usos políticos del pueblo en la Liga radical católica francesa (1580-1610)”, enHistoria contemporánea, nº 26, 2004, pp. 111-145.

[18] Lo que articula un concepto -sostiene Koselleck- es el “entretejido particular de experiencias históricas que se encuentran en él sedimentadas”, el cual se pretende reconstruir. De esta manera, todo concepto histórico se desprende, eso sí parcialmente, del término o idea dados, desplegando complejas y cambiantes configuraciones categoriales que conforman redes semánticas. El corporativismo, por ejemplo, en tanto concepto, integraba y comprendía, a su vez, un conjunto de nociones diversas propias del campo social, del político o del económico), lo que le confiere un carácter inevitablemente plurívoco. Ante la” plurivocidad” sincrónica de todo concepto histórico, el historiador debe reconstruir sus elementos comunes y sus fundamentos diacrónicos en su emergente “malla de significados”, tejida a lo largo de su misma historia. Ello nos muestra como en un concepto se encuentran depositados sentidos correspondientes a épocas y circunstancias de enunciación diversas, los que se ponen en juego en cada uno de sus usos efectivos. Así, todo auténtico concepto vuelve así sincrónico lo diacrónico. Esto es, justamente, lo que distingue y confiere relevancia al lenguaje en tanto objeto cultural. En él se esconde una clave para recomponer experiencias históricas pasadas sin cuya consideración todo análisis sería inevitablemente deficiente. Véase Reinhart Koselleck,Los estratos del tiempo: estudios sobre la historia. Barcelona, Ed. Paidós, 2001, pp. 9-10

[19]R. Koselleck,op.ult.cit.,,p. 11

[20]Ídem,pp.16-17.

[21] A ello unía que “hay grandes historiadores que renuncian a mantener el carácter científico de su trabajo por falta de claridad acerca de los fundamentos epistemológicos sobre los que operan”, pero “este déficit no viene propiamente de la historia sino que deriva precisamente de la lógica”. Por ello, y frente al método propio de las ciencias experimentales, el “trabajo histórico no puede consistir en definir y clasificar de una vez para siempre, estáticamente, en términos absolutos, los hechos históricos, sino en establecer el sistema de relaciones de un hecho dentro de un campo o de una estructura histórica”. Véase José Antonio Maravall,Teoría del saber histórico.Madrid, Revista de Occidente, 3ª ed., 1967, pp. 59-71.

[22] Henri Irene Marrou,El conocimiento histórico.Barcelona, Labor, 1968, pp. 27-29.

[23] Wilhelm Bauer,Introducción al estudio de la Historia.Barcelona, Bosch, 1970, pp. 38-39.

[24] Paul Veyne,Como se escribe la historia. Madrid, 1984, pp. 117-118.

[25] Luis Suárez,op.cit, p. 18.

[26] A este respecto, “la Histórica”, en el razonamiento de Koselleck, es una realidad autónoma respecto a la hermenéutica, es decir, respecto al lenguaje y los textos. No se trataría de comprender el mundo a través de los discursos, base de la hermenéutica, sino de ahondar en lo prelingüístico y extralingüístico, en la realidad misma. Partiendo del análisis heideggeriano ysuperándolo, Koselleck afirma poder determinar una serie de elementos liberados de la lingüisticidad, lo que él denominacondiciones transcendentales de las posibles historias. Véase Reinhart Koselleck y Hans-Georg Gadamer, Historia y hermenéutica. Barcelona, Paidós, 1977, pp. 69sq.

[27] Matizando la posición de Fernando García de Cortazar,la historia no tiene la misión, pese a la aclamación generalizada, de descifrar o destruir los mitos que supuestamente la deforman y la ocultan, sino de conocerlos e integrarlos en la reconstrucción documental. Los mitos son parte de nuestra memoria colectiva, de nuestro ideario individual y nacional; reflejan nuestros valores y creencias, nuestro espíritu y nuestra conciencia. Fernando García de Cortazar, Los mitos de la Historia de España. Barcelona, Planeta, 2003, pp. 15-20.

[28] José Ortega y Gasset,Kant, Hegel, Dilthey.Madrid, Revista de Occidente, 1965, pp. 178-179.

[29] El barón Lorenz von Stein [1815-1890] sistematizaba la idea de “movimiento histórico”, a través de su estudio de laépoca de los movimientos sociales, caracterizada por el devenir de la cuestión social europea y la emergencia asociada del “Estado Total Pluralista”; notas esenciales del fenómeno del “hundimiento de la idea autónoma de Estado en la sociedad y su orden significa la muerte de la comunidad”. En este contexto histórico, esbozó una concepción de la dialéctica sociedad y del Estado, sujetos ontologizados e interrelacionados, de la cual debía de surgir el instrumento capaz de superar o atemperar la capacidad limitada del ser humano (frente a sus deseos ilimitados). El pluralismo humano concebido como  comunidad (Gemeinschaft), y representada en último instancia por el Estado, se oponía al concebido como sociedad (Gesellschaft), planteando diferentes modelos de asistencia al colectivo y al individuo. Esta última, sociedad “utilitaria” dónde la posición de los individuos está determinada por la propiedad, se articulaba en función del trabajo (Arbeit), y estructurada finalmente por esadialéctica Sociedad-Estado. De ella nacía una Política social científica necesariamente volcada a  la protección del trabajador y al acceso a la propiedad. VéaseLorenz von Stein,Movimientos sociales y Monarquía.Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1981,pp.81-82.

[30]Mihail Manoilescu [1891-1950] subrayaba la influencia recíproca entre ideas y hechos en la evolución de los pueblos. La elección y selección colectiva de las ideas, como elaboraciones individuales, dependía en cada época se de los intereses y necesidades de convivencia o lucha de dicha colectividad, “conforme a su instinto, a sus intereses históricos”, haciendo de ellas “un patrimonio común” y un “arma” al servicio de la Nación, y un “medio de salvación”. Su elección las convertían en “la expresión lógica de una nueva fase histórica” producto de la “intuición general de algunos hombres filtrada por el instinto de los pueblos”. La libre voluntad creativa y electiva de cada pueblo demostraba el carácter orgánico de la evolución social humana, que obligaba a respetar los procesos evolutivo naturales, permitía la introducción de una progresiva “iniciativa de transformación social ejercida por las individualidades capaces de comprender la evolución y de influenciarla” (evolución con un “ritmo natural”, avivado por ciertos factores socioeconómicos que imprimen una “evolución precipitada)”. En esta época, el “imperativo de la adaptación” obligaba a que los pueblos a comprende las ideas centrales y sus manifestaciones, ya que si no, se puede “morir, sin saber porque”.  Además, llegaba a afirmar que era “el instinto de conservación de la especie quién guía la elección”, es este caso sobre el corporativismo. Véase M. Manoilescu,El Siglo del Corporativismo.Santiago de Chile, Ed. El Chileno, 1941,pp. 13-15

[31] Mircea Eliade,El mito del eterno retorno.Madrid, 1972, pp. 29-30.

[32] Listas de reyes y dirigentes, aún vigente a nivel historiográfico.

La Razón Histórica, nº12 , 2010 [24-39], ISSN 1989-2659. © IPS.

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