Por: Ing. Carlos Manuel Diloné
Nos narra Arthur J. Burks, que en una ocasión, casi a media noche, fue llamado por el Capitán Kenneth A. Inman, P. N. D., para ir con él al Batey principal de la Compañía Azucarera de Barahona, a fin de investigar un asesinato. Era una noche escabrosa. La luna iluminaba precisamente sobre las tranquilas aguas de la bahía de Neiba, a nuestra derecha mientras íbamos en el carro de Inman una tétrica sombra negra nos cubría por completo la cara. El viento soplaba a través de las palmeras de la playa y las bayahondas más atrás, y una y otra vez las figuras sombrías de los nativos cruzaban el camino envueltos en misterio. Me daba escalofríos hacer ese viaje, sabiendo como lo sabía, que había un hombre muerto a su término.
Allí estaba y había muerto violentamente. Había nativos de pies alrededor del muerto, a respetuosa distancia, porque los criollos no temen exageradamente a la muerte violenta.
El muerto era un hombre amarillo, o quizá de bronce viejo, o negro con un tinte gris – como usted quiera – y estaba mejor vestido que el campesino corriente. Tenía tres puñaladas. El interno del hospital propiedad de la compañía azucarera demostró, para mi satisfacción, que al menos dos de las heridas habían penetrado el corazón de la víctima, pues pudo meter hasta el fondo sus dedos en los hoyos abiertos por el arma. La tercera herida hubiera matado a un hombre, aunque no atravesó el corazón.
Me incliné sobre el muerto. Había un detalle curioso: el hombre llevaba zapatos. Lo que me extrañó inmediatamente fue que los cordones habían sido desatados y luego vueltos a atar de tal manera que los tobillos estaban amarrados juntos. Sabía por entonces poco español y tuve que usar un intérprete.
“¿Quién ató los tobillos?”, pregunté.
Un nativo se adelantó y me dijo que él lo había hecho.
“¿Por qué?”, le pregunté a continuación. “¡Para que su espíritu quedara atado y no pudiera perseguirnos!”, fue la respuesta.
Nos tocaba a Inman y a mí disponer del cadáver. Lo dejamos allí a sabiendas de que nadie lo molestaría.
Entonces fuimos a entrevistar al asesino. Era un negro de Santa Cruz, que pesaba unas doscientas libras: El muerto no podía haber pesado más de ciento cincuenta. El asesino había dado muerte a la víctima a causa de una mujer.
“Yo lo dije”, declaró el asesino, “que no era asunto de él porque esa mujer no era ni suya ni mía. Pero estaba bebiendo y yo también. Soy el zapatero del Batey principal y entiendo mi negocio. La cosa empezó esta tarde cuando yo estaba hablándole a esa mujer por el camino y ese negro me dijo una grosería. Pero yo no di mayor importancia y seguí en mí asunto. Lo olvidé todo. Estaba trabajando en mi taller cuando se abre la puerta y ese sujeto entra y empieza a discutir otra vez. Yo tenía una chaveta hecha de hoja de un resorte de un automóvil Ford. La había afilado por un extremo para usarla en hacer hoyos en la piel.
“Digo a ese negro: No te metas conmigo, fulano, porque sería malo y he estado bebiendo. ¿Y a ti que te importa esa mujer? Ella no es ni tuya ni mía. Entonces él da un paso y aparenta querer golpearme. Por eso lo herí tres veces en el pecho con mi chaveta. Me miró extrañamente, se dio la vuelta sin decir una palabra y bajó las escaleras. Ahora me arrestan a mí, y dicen que está muerto. Quizá. No me importa si lo está. No tenía que meterse conmigo.”
Al asesino lo condenaron a cinco años.
Yo tenía curiosidad de una cosa. El asesino había dicho la verdad sobre la muerte. No le importaba pasar cinco años en la Torre del Homenaje de Santo Domingo, porque allí podría dormir a gusto y engordar perezoso con arroz y habichuelas gratis.
Fui a su pequeño taller y vi bastante manchas de sangre para probar que en realidad el apuñalamiento había sido allí, dentro del cuarto.
Fuera del taller había una galería con cuatro escalones que llevaban a tierra.
¡El muerto, con dos heridas salvajes en su corazón, cualquiera de las cuales casi se lo podría haber cortado en dos, había dado la vuelta, bajado aquellos cuatro escalones, doblado a la izquierda a lo largo de un camino que subía ligeramente cuesta arriba y dado setenta pasos lejos del lugar donde había sido apuñalado!
Pensando que el muerto había dado setenta pasos por voluntad propia, me parecía entonces que con razón el criollo que lo vio caer finalmente, atara sus tobillos.
Ejemplos incontables de este tenaz apego a la vida son citados por los marines que han servido en Santo Domingo y Haití. He oído a marines contar el haber disparado a un haitiano, vigilándolo al volverse y correr hacia la maleza, luego siguiéndolo para encontrarlo muerto, con una bala a través del cerebro o el corazón, a una distancia increíble desde donde lo había herido el proyectil.
Tomado de: El País de las Familias Multicolores, por Arthur J. Burks.
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