El novelista como fabulador de la realidad: Mayoral, Merino, Guelbenzu…

Germán Gullón

University of Pennsylvania

«Como no damos con la imagen artística de nuestra realidad, nos remitimos a aquella imagen, artísticamente consagrada de una realidad pareja, si antecedente».

Jesús Aguirre, Duque de Alba. Casi ayer noche

«The paranoia that permeates the metafictional writing of the sixties and seventies is therefore slowly giving way to celebration, to the discovery of new forms of the fantastic, fabulatory extravaganzas, magic realism (Salman Rushdie, Gabriel García Márquez, Clive Sinclair, Graham Swift, D. M. Thomas, John Irving)».

Patricia Waugh, Metafiction

El talento artístico se revela cuando la inteligencia creadora encuentra su forma expresiva, al producirse esa condensación de propósito y resultado germina la obra de arte. Cuando tal emparejamiento resulta difícil y al pensamiento le cuesta encontrar la forma exacta -o viceversa, a la forma hallar el pensamiento que la constituye-, entonces sólo cabe buscar un compromiso artístico en la producción anterior, inspirarse en modelos previos ya consagrados. Esta sería la actitud predominante en las inmediaciones de la posguerra, testimoniada por nuestro primer epígrafe1, bien distinta de la que evidencia el segundo2, referente a la novela actual de la que aquí me ocuparé. Ahora, una vez franqueado el túnel experimental de la era de la metaficción, el género vuelve a recobrar sus aires de fábula, cuando la realidad vuelve a engalanarse gracias a la magia de la inventiva del verbo creador.

Es innegable que la situación socio-política de las décadas iniciales de la posguerra española resultaba inadecuado para que los novelistas consiguiesen frutos sazonados. Ni tenían claro el pensamiento con que se enfrentaban a la realidad, ni ésta les propiciaba muchas visiones estéticas. Los modelos de la picaresca y de la novela existencialista junto con una concepción de la realidad inspirada en el liberalismo institucionista-orteguiano eran los inciertos caminos de difícil encuentro artístico; sin embargo, y a pesar de tamaños obstáculos, escritores como Camilo José Cela, Ana María Matute y Carmen Laforet lograron sorprendernos dejando testimonio de la irrepresibilidad del instinto creador, bien fuera en su elemento estilístico (Cela), vivencial (Laforet), o sensible (Matute).

En los años sesenta las cosas cambian drásticamente. El genio de Luis Martín-Santos, la constancia creadora de Miguel Delibes, los poderosos desafíos a lo convencional de Juan Goytisolo, o el subyugante espacio mental de Juan Benet auguran un futuro esperanzador; a las novedades y primicias de la inmediata posguerra se agrega ahora la posibilidad del re-nacimiento de una novelística española original. Gracias a los unos (Cela y demás) y a quienes les siguieron (Martín Santos y compañía), añadidos al empujón formal de la novelística hispanoamericana que vino a espabilar los intentos renovadores nacionales (de Gonzalo Torrente Ballester, por ejemplo), nuestra narrativa entra en la década de los setenta totalmente homologable con la escrita en lenguas ajenas al castellano y en las diversas latitudes de la nuestra. Baste mencionar Recuento (1973), de Luis Goytisolo, como muestra de la excelencia composicional y nivel estilístico alcanzados por aquellas fechas.

Dando una nueva zancada en nuestras botas de siete leguas, nos situamos a mediados de los años setenta. Entonces comenzaba a rebullir un grupo de escritores más jóvenes, me refiero a quienes cumplen sus cuarenta años a comienzos de la década de los ochenta, nacidos a la vida literaria cuando el experimentalismo formal no es ya una moda ni una novedad, sino una característica del hacer novelístico moderno o postmoderno. Y además, muerto o a punto de morir el generalísimo Francisco Franco, perciben la realidad de manera distinta a la de sus mayores; su educación, por ejemplo, se efectuó en una España con horizontes de bienestar económicos, y cuanto esto entrañaba de viajes, educación, etc., posibilidades de interacción con otras culturas, con K y con c minúscula, superiores a las de sus predecesores, y por ello comenzarán a entender la realidad desde otras perspectivas. En vez de verla por el prisma pesimista (que ejemplifica tópicamente bien El Valle de los Caídos [1978], de Carlos Rojas), quizás en diez años solamente, comienzan a descubrir en ella sus pequeños encantos e incongruencias. Y esto ocurre porque la realidad se ha liberado del conjuro vital que imponía la dictadura franquista; al levantarse el peso ideológico desciende sobre la realidad o brota de ella su riqueza legendaria, su encanto primitivo. Esa magia o aura la explica el protagonista de El caldero de oro (1981), de José María Merino, así:

Y por una causa desconocida y que acepté sin buscar ninguna justificación, aquella ceniza tan recientemente descubierta en las cosas, aquellas muecas de los rostros y de los paisajes que parecían reflejar el gesto absoluto y eterno de un Dios hastiado, fueron desapareciendo según me acercaba al pueblo del abuelo. Las largas choperas estaban perdiendo sus últimas hojas, había hogueras en los rastrojos y todo tenía un reverbero intenso sin brumas ni barnices.

Ese grupo de jóvenes escritores, poseedores de un enorme talento literario, han situado (lugar = l.) coincidentemente sus novelas en el noroeste español, zona geográfica de donde la mayoría son oriundos (nacido = n.). Además de José María Merino (l. León; n. ídem), Marina Mayoral (l. Galicia; n. Mondoñedo (Lugo)), y José María Guelbenzu (l. Asturias; n. Madrid, con raíces familiares asturianas), los tres que figuran en el título del ensayo, la nómina debe incluir al menos a otros dos leoneses: Luis Mateo Díez (l. León; n. ídem) y Julio Llamazares (l. las montañas de Asturias y León; n. Vegamián (León)), y es susceptible de ser ampliada con escritores algo mayores como el excelente narrador Antonio Pereira4. Tampoco debemos olvidar que la obra de Juan Benet trascurre principalmente en Región, espacio prefigurado en un lugar de la provincia de León.

Lo interesante y significativo de tales convergencias en el noroeste español no proviene del lugar (sus características topográficas), la sorpresa surge del carácter de los espacios creados, coincidentes en estar permeados por la fantasía, lo inesperado. Como todos los escritores citados escriben en Madrid, la localización literaria de sus obras les obliga a efectuar un regreso imaginativo al lugar de origen, armados con sus respectivas conciencias narrativas, dispuestos a compenetrarse con la realidad originaria, a asomarse a las leyendas, lo curioso, los mitos, eso que yace entre lo maravilloso, lo fantástico y lo inaudito. Parece una literatura de escape sin serlo, lo que pretende es encontrar o ampliar nuestro sistema de valores (éticos y perceptuales) más allá del que adoptamos para valernos en la vida cotidiana. Y consiguen su objetivo al seguir el camino más viable, recrear lo inusitado y utilizarlo de llave con la que abren las puertas infranqueables a lo consuetudinario, al sentido común, al hábito burgués que domina la vida nacional. Así pues, esta generación intenta hacer dos cosas: reflejar la vida, el mundo, la España que les ha tocado vivir, mientras expanden sus fronteras vitales. Ese viaje al noroeste que emprenden los escritores se asemeja al del personaje de Borges en el cuento que cierra su libro Ficciones, que marcha hacia «El Sur». Noroeste y Sur tienen un sentido equivalente, son los lugares donde la imaginación remonta el vuelo hacia nuevos horizontes.

Un precioso libro de otro leonés, y me refiero a El Transcantábrico (1982), de Juan Pedro Aparicio, podría servir de símbolo de esta generación. Se trata del relato del viaje en el destartalado tren de vía estrecha que une Bilbao con la Robla, por el que la hulla de la provincia leonesa alcanzaba los altos hornos vizcaínos, efectuado un día de junio de 1980. Significativamente, el viaje lo efectúa el autor al revés, de Bilbao a León, hacia el noroeste, y en él va re-descubriendo los insólitos parajes que ofrece el olvidado camino de hierro. Los seres reales que pueblan la narración, el maquinista, el Chuchi, el revisor, o Nazario, el encargado del furgón de cola, son seres sacados de la realidad (aparecen en el libro con sus propios nombres y retratados en fotografías), pero sus figuras acaban adquiriendo unas proporciones superiores a las que su carácter tal y como allí se les retrata poseen. Aparicio consigue, gracias a su maestría estilística, hacer del viaje en un prehistórico, incómodo y descuajaringado tren de vía estrecha, una bella odisea en tono menor. Y lo hizo con tanto éxito que la FEVE, compañía propietaria los ferrocarriles nacionales de vía estrecha, ofrece ahora el recorrido para turistas en vagones de lujo. No cabe mejor ejemplo de re-encantamiento de la realidad; Aparicio, sin duda, amplió nuestras impresiones de la realidad. Considerado desde el prisma que nos prestaba el franquismo político, el transcantábrico es un ejemplo de la desidia nacional, mientras para el artista-fabulador testimonia la pervivencia de un mundo que aún late a la medida de lo humano.

En Coto vedado (1985), el irreprimible Juan Goytisolo emite un juicio, o mejor dicho, la expresión verbal de una rabieta pasajera, en la que descarta la posibilidad de que en España se dé ese tipo de «realismo mágico», y utilizo el término provisionalmente y para acortar, que tanto se ha ensalzado en la novela hispanoamericana actual. Pienso que no se refiere a los jóvenes citados, sino que Goytisolo pudiera aludir a Juan Benet:

una frondosa almáciga de epígonos que nietos o descendientes del autor de Palmeras salvajes, han implantado o tratado de implantar el mundo alucinante de Yoknapatawpha -visto a través de la linterna multicolor de Macondo con sus levitaciones, brujas, abuelas sabias, niñas prodigiosas, lluvias de sangre, galeones varados en un bosque de ceibas-, no sólo en los espacios selváticos y antillanos sino también en tierras tan cicateras y reacias a esa clase de maravillas y portentos como la cantábrica, aragonesa o gallega.

La cita habla por sí misma. Recordar a Ramón María del Valle-Inclán bastará para afirmar que el mundo de Macondo (¿y por qué no el anterior del Méjico de Pedro Páramo?) tiene también sus correlatos en la Galicia milenaria con sus brujerías y hechos inexplicables6. Lo extraordinario del mundo faulkneriano y del creado por Gabriel García Márquez no reside en su entidad real sino en la estética; a Faulkner se le considera uno de los iniciadores del modernismo menos por sus dotes de observación o transfiguración del sur norteamericano, que por su habilidad para conferirle una forma adecuada a la visión fragmentada del entorno propia del hombre actual.

Mas, la cita me desvía de mi camino. Deseo, de momento, reafirmar, aunque sólo sea por medio de alusiones al mundo de Valle-Inclán, que la posibilidad de encantamiento de la realidad del noroeste goza de ilustres precedentes en la literatura española; sin ir muy lejos, en fecha menos lejana, Ana María Matute incorporó también una alusión regional al título de su novela Fiesta al Noroeste (1952), equiparando el noroeste con la llegada del circo, con el lugar donde ocurren las aventuras, los hechos insólitos. El noroeste en el que sitúo a los narradores es, pues, el lugar donde la realidad recuperará el encanto perdido.

Cada uno de los fabuladores del noroeste procede de modo diferente. En el caso de Marina Mayoral, lo inaudito se introduce en la realidad de los personajes, les afecta, y ellos reconocen su efecto perturbador. En las novelas de Merino, los personajes son quienes buscan lo fantástico, casi, casi diríamos que crean la fantasía de la propia realidad. Mientras, en la novelas de José María Guelbenzu, lo increíble consiste en que tras el mundo habitado por los personajes parece ocultarse una realidad secundaria, cuyo velo nunca levantamos por entero, tan sólo intuimos su faz a través de unos leves fragmentos de evidencia. La fantasía irrumpe, por tanto, en la realidad mayoraliana; el narrador meriniano la busca por igual en su vida, a través de los personajes, como en la escritura, con lo cual vida y técnica literaria se sitúan en un mismo plano, la espiral de la fantasía -y al uno lo coge la vida y al otro la retórica del género fantástico; en Guelbenzu, lo fantástico es una sombra latente plena de sentido, de significados apenas vislumbrados.

Mayoral, Merino, Guelbenzu, y el resto de los fabuladores están redefiniendo la identidad del género en los años 80, buscan los complejos signos de lo real en contextos semánticos y significativos de mayor latitud, donde todavía cuenta lo inasible, en una realidad agotada por el consumerismo, por la política, o por la insuficiencia de la vida afectiva. Tales viajes imaginativos a los lugares originarios suponen una vuelta a la semilla de lo humano, la búsqueda de una imagen en que plasmar la íntima desazón que les produce un mundo que siendo como es se sueña distinto.

La realidad cobra en sus textos una entidad primigenia, en cierta medida se convierte en una desconocida, al reencontrarse se aleja de nosotros, desfamiliarizándose. Nuestros tres novelistas son muy adeptos a utilizar distintas perspectivas en sus obras. No existe en ellas una conciencia dominante, la narración proviene de ángulos diversos, es decir, la realidad es vista y contada desde perspectivas variadas, lo cual da la sensación de un cierto relativismo al conjunto narrativo. Esta característica formal, el multiperspectivismo, supone a la vez una manera de presentarnos la dificultad de comprender la realidad; lo cual nos lleva a comprender que el reencantamiento de la realidad, el considerar sus aspectos legendarios ocurre, en principio, porque a nivel formal se ha perdido la confianza en el poder de penetrar la realidad, de llegar a entenderla.

Marina Mayoral

La narrativa de Mayoral muestra, por un lado, una veta novelística de fácil identificación: la realista. La autora gallega trabaja con materiales fácilmente verificables, la imaginación del lector no precisa recorrer un largo camino para autentificar su existencia en el mundo tridimensional. El salto de la palabra a la vivencia lectorial suele ser bastante limpio, nunca se convierte en una pirueta metaficticia; lo cual tampoco implica que sea una novelística decimonónica, tradicional -añádase aquí la ristra de connotaciones negativas que deseen adscribirse a tal caracterización. Al revés, sus ficciones ofrecen un claro propósito de adecuar la forma a lo narrado; no exhiben, en cambio, el intento postmoderno de subvertir lo contado.

Al componente mimético básico lo acompaña el que llamará legendario, a falta de una mejor denominación. Los habitantes del ámbito ficticio mayoraliano existen sumidos en un ambiente que late con una pulsación emotiva propia. Y esa atmósfera viene adscrita a un lugar: Galicia, bien porque sirva de escenario, en Cándida otra vez (1974), o porque sea el humus de donde emanan los recuerdos de la niñez o las remembranzas del pasado en general, evocados desde la urbana realidad (Madrid) de la vida profesional del presente, caso de Contra muerte y amor (1985). El carácter emotivo de sus personajes se forja en ese rincón del noroeste nacional; Pedro Souto, centro de conciencia de Cándida, y ella la nominada en el título, ejemplifican el poder sugestivo con que el lugar natal marca a la persona. La protagonista de la primera novela de Mayoral, Cándida Monterroso de Cela y Castedo, revela ya en la sonoridad de su nombre el timbre de la hidalguía gallega, el resonar del eco de antiguos privilegios. Pedro, por contraste, tiene un apellido corriente, Souto, perteneciente a una familia humilde. Desde la infancia se siente atraído por Cándida, desde entonces ella intuye en él la solidaridad de un lazo amistoso basado en una atracción misteriosa.

Cuando Cándida se vea implicada en un desafortunado incidente acude a Pedro, convertido ahora en un exitoso abogado laboralista, el cual se hallaba en Ibiza reponiéndose de un amago de ataque cardiaco; acto seguido de recibir el aviso, sin pensarlo dos veces, vuela a Galicia en auxilio de Cándida, olvidándose de las prudentes prescripciones facultativas acerca de la recuperación. ¿Por qué lo hace? Porque Cándida, la de los ojos verdes, propios de los Monterroso de Cela, le atrae como un imán (Circe) -como la sirena becqueriana cautiva a Fernando de Argensola desde la fuente. Y lo que le seduce de la joven doctora es precisamente el que sea una Monterroso, su nobleza, lo que la hace diferente, el ser una especie de vendaval de pasión y de muerte- lo contrario de Herda, su eficiente secretaria y amante.

Ambos componentes de la narrativa mayoraliana, el legendario y el referencial, reciben una atención composicional parecida. La realidad que sirve de base a la ficción está elaborada con cuidado, tiene un sabor de contemporaneidad superior al que gustamos en las novelas de los escritores de generaciones precedentes. En la narrativa que nos ocupa encontramos abogados laboralistas (como Pedro), boxeadores, mujeres juristas y médicos, en fin, una gama bastante representativa de los pobladores de la urbe actual, nada parecida a los tríos de médicos, boticarios y los representantes de las fuerzas vivas habituales en la novelística de los años cincuenta. Mayoral no ofrece una visión del presente mezclada con lo arcaico o con el pasado, frecuente en las novelas de Camilo José Cela o de Miguel Delibes. Son relatos repletos de hoy; lo que tienen de pasado llega vía la incorporación de las tradiciones vivas no como una consagración de la rutina, de los hábitos adquiridos en un pasado relativamente cercano.

Todo ello explica y justifica el hecho de que las cuatro novelas de Mayoral publicadas hasta el presente -las dos mencionadas Cándida y Contra muerte y amor, su primera y su última, y Al otro lado (1981) y La única libertad (1982)-, comparten un mismo universo creado, componen una especie de Comédie humaine. Los frondosos árboles genealógicos de dos familias, los Monterroso de Cela y los Silva, residentes en una inventada ciudad gallega, Bretema, pueblan esos mundos ficticios; las relaciones habidas entre tres generaciones (abuelos, padres, nietos) y el mundo en el que viven gobiernan su interacción novelesca.

El amor, la muerte y la insatisfacción personal dominan la temática de Mayoral7. Hay novelistas que ocultan a la muerte, dejan a sus personajes disfrutar de una vida completa antes de enfrentarles con esa realidad; en las obras que comento la muerte es ubicua, una constante a nivel temático, tan es así que los narradores de dos novelas tienen sus días contados: Pedro se recupera de un ataque al corazón en Cándida, y Etel, en La única, padece de tuberculosis y está al borde de la muerte.

El amor y la insatisfacción personal comparten una característica común: testimonian los obstáculos interpuestos a la búsqueda de la felicidad humana. El hombre y la mujer parecen hallarse en un espacio donde los encuentros y desencuentros ocurren en momentos inapropiados; la Cándida madura se enamora de un joven, quien quizás sea pariente suyo, mientras su ternura la lleva luego a hacer el amor con Pedro cuando éste tiene ya una amante. Herda, quien, a su vez, le abandona en la novela siguiente, Al otro lado. Obra en la que Silvia se enamora de su primo, para luego robarle sin querer el novio a su hermana, éste, a su vez, muere pronto, y ella se vuelve a casar…

La temática recién bosquejada basta para hacerse una idea de que la búsqueda de coherencia de una lógica en la vida, bien sea en el terreno amoroso, de la satisfacción personal, cuando tratamos de forjarnos un futuro, carece de sentido, o mejor dicho, su sentido es uno que conduce a la desilusión, siempre acabamos en un desencuentro con el destino deseado, y éste lo encontramos cuando caminamos en la dirección opuesta. Sumado todo ello al hecho aludido de que dos de los narradores están una desahuciada (Etel) y el otro marcado por la enfermedad (Pedro), siendo ambos las conciencias en sus respectivas novelas, nos damos cuenta del escepticismo con que la autora emprende la recreación de la realidad.

Aunque el talante novelístico de Marina Mayoral evita el experimentalismo, sus novelas se caracterizan, en lo referente a sus técnicas narrativas, por la pluralidad de voces que en ellas escuchamos.

Los dos mejores ejemplos son Al otro lado y La única libertad, donde los diferentes capítulos cuentan versiones de lo sucedido observadas desde varios ángulos, desde puntos de vista distintos. Las versiones nunca encajan una con la otra, al contrario, forman un mosaico de relatos superpuestos. Mayoral utiliza el perspectivismo para relativizar la verdad y no para crear una versión única. Por lo tanto, el afloramiento de lo legendario de que hablaba viene a ser una tabla de salvación para un mundo en el que no existe la verdad, donde todas las ideas, perspectivas, ángulos de visión, sumados los unos y otros no contestan nuestras preguntas sobre la realidad, sino la socavan. Son el repositorio de nuestras intuiciones, de lo apenas entrevisto entre lo sentido y lo soñado, ese algo devuelve a la realidad su poder consolador, al desequilibrar la causalidad racionalista.

José María Merino

La diferencia entre Mayoral y Merino con respecto a su actitud ante la realidad contemporánea en que novelan reside, según apunté, en que para la primera lo misterioso se impone a nuestra realidad cotidiana, mientras los personajes merinianos lo buscan. Merino usa lo fantástico como tema al tiempo que explora sus posibilidades al utilizarlo como subgénero literario. Es decir, la búsqueda de Merino es a la vez vivencial, literaria y literal.

Una constante en la evolución novelística de José María Merino, autor hasta el presente de tres novelas, La novela de Andrés Choz (1976). El caldero de oro (1981), y La orilla oscura (1985), es la trasgresión en sucesivas entregas de los límites temporales y de espacio a que el hombre vive acostumbrado. O dicho de otra manera, su narrativa asciende poco a poco hacia alturas más literarias; la ejecución de la tercera novela necesita menos de la realidad que su segunda o que la primera. En La novela de Andrés Choz, el protagonista, un editor leonés, descubre que le quedan tan sólo unos meses de vida, que decide pasar en un pueblo norteño escribiendo una novela de ciencia-ficción.

Lo concerniente a León, la playa del norte, el amigo y socio con quien se corresponde, que presta consistencia referencial a la obra, se narra en unos capítulos que alternan con los dedicados a la transcripción de trozos de la novela sobre los extraterrestres. Obsérvese que el protagonista escribe una novela fantástica, Merino, y ya lo apunté antes, además de utilizar lo fantástico en sí, utiliza la escritura no para pulsar la realidad, sino para comparar las convenciones con que nos enfrentamos a la realidad y a lo fantástico. En su última entrega, La orilla, ya no sabremos si el protagonista es un joven profesor leonés o un puro pigmento de la realidad autorial, si lo soñó o él fue el soñado. Aquí no es ya que el perspectivismo esté relativizado, es el mismo género novelesco, en que el discurso literario contamina el mundo de lo imaginario. Merino quiere que el lector penetre en la realidad fantástica o fantasía realista a través de un texto que deconstruye sus propias normas, no sólo las vivencias de si dependemos de otro ser, de su forma literaria, de si somos sueños de otro (Borges, Calderón), sino literales, va examinando cómo las maneras de representar las fantasías se insertan unas en otras. Es decir, que si el multiperspectivismo lleva a lo relativo, la fantasía igualmente conduce a una fantasía distinta, y ésta a otra, nunca acabamos tocando el mundo, lo único que hacemos es re-encantarlo.

José María Guelbenzu

Con El río de la luna (1981) puso Guelbenzu un broche de oro a su primera etapa novelística, que comprende sus novelas el Antifaz (1970), El pasajero de ultramar (1976), y La noche en casa (1977). El principal lugar de la acción es Asturias, con incursiones a Madrid y París. Digo el lugar y no el espacio, pues determinar éste resulta más difícil. Desde el título intuimos la cualidad particular de la narrativa de Guelbenzu, la presencia en ella de una realidad apenas entrevista, la verdadera, oculta tras la cotidiana, la que sustenta nuestros sentidos. De hecho, toda la novela supone un continuo careo de la realidad palpable, la que ofrece tres dimensiones, con la otra, con la latente en la penumbra del sentir, inabarcable con la inteligencia. Guelbenzu ficcionaliza magníficamente su engarce y la armonía de la que depende la calidad y cualidad del existir cotidiano.

La fábula de El río se deja resumir sin dificultad. Fidel Euba, el protagonista, pasa una noche y un día en una villa de la costa cantábrica probablemente Colunga (Asturias), a donde ha acudido a reencontrarse después de casi quince años por unas horas con un antiguo e inolvidable amor, Teresa, casada ahora con un tal Hugo. Durante la primera noche le cuesta conciliar el sueño, el viento sopla afuera de su ventana, le trae los recuerdos del ayer, las imágenes de sus múltiples experiencias amorosas y vitales. Desvelado, por fin, decide bajar al bar del hotel en busca de alguna bebida. Naturalmente, el servicio está cerrado, no obstante advierte un tenue resplandor en el local, entra en él y encuentra allí sentado a un hombre con una cicatriz facial en forma de media luna, quien ha depositado un anillo en forma de serpiente en la mesilla, y que cuenta la extraña historia del niño llamado José, perdido en un laberinto. Este hombre, el nocturno relator, fue también, según sabremos con posterioridad, un amante de Teresa. A la mañana siguiente se produce el encuentro con Teresa; Fidel y ella, después de un día dedicado a rememorar la juventud, acaban haciendo el amor, acosados por el temor de que un voyeur (¿Hugo, el marido, o el hombre de la cicatriz?) les está observando. Tras despedirse definitivamente de Teresa, Fidel se interna en un lugar solitario, donde lo acuchillan y muere.

Este resumen de las líneas maestras de la fábula pretende destacar un par de aspectos de la obra, la extraña coincidencia del relator, el hombre de la cicatriz en forma de media luna, y de Fidel, y el reencuentro de éste con Teresa. Esenciales, a mi parecer, porque ejemplifican la sucesión de encuentros y desencuentros, reforzados por la organización formal, que tratan de reproducir, por una parte, las vueltas con que a veces el azar nos enfrenta a una circunstancia que nos parece providencial, justificadora de un futuro armonioso, y, por otra, su opuesto, el cómo esos encuentros terminan siendo un desencuentro, pues nunca logramos la armonía, el ajuste.

La novela comienza siendo el relato de la pesadilla de un adolescente, José, quien perdido, al comienzo, en un alcantarillado y, luego, en un café, donde es llevado y traído, aconsejado, y principalmente confundido. Los clientes del establecimiento le ofrecen una salida al espejismo fatal en que se sume el adolescente, unos engañándole con respecto a la verdad, los demás aconsejándole que se conforme con la suerte, excepto el hombre de la media luna, el relator, que no le quiere ilusionar con la idea de una posible escapatoria.

La historia es la escuchada por Fidel durante la noche de insomnio, la del relator, el hombre de la cicatriz, a quien antes había amado e igualmente abandonado Teresa. Y según se van sucediendo los diversos apartados, que no capítulos, de la parte inicial de la novela, vamos leyendo alternativamente la historia de José, del desencuentro, del azar, y del encuentro, en que Fidel y el anterior amor de Teresa se encuentran en el mismo hotel, y el uno escucha al otro. Como en Merino, la forma de la novela ayuda en la búsqueda en que se encuentra el protagonista. La gran diferencia es que en Merino el personaje todavía tiene la posibilidad de perderse en lo mítico, en lo legendario, eso late ahí, aunque el personaje lo llegue a perder.

Es muy curioso que tanto El caldero de oro como El río de la luna terminen con la muerte de sus respectivos protagonistas, conciencias ambos de sus novelas, y que lo hagan de una forma que recuerda mucho el extraordinario cuento de Horacio Quiroga, «El hombre muerto», donde se nos cuentan los últimos momentos, la agonía, cuando la presencia del mundo físico alrededor hace increíble la verdad sobre la muerte inminente, mientras, por otra parte, el dolor nos aviva la conciencia, haciéndonos rememorar la vida anterior. Mas, la diferencia reside en que cuando muere Fidel muere lo aprendido por experiencia personal, desaparece con él, se escapa en ese grito esencial que lo une con el hombre de la cicatriz (pp. 106 y 345). Mientras en Merino, el caldero de oro permanece enterrado para solaz y alivio de cuantos tengan la sensibilidad para buscarlo o la suerte de encontrarlo y entender su significado.

Si los tres narradores coinciden en novelar el desencuentro entre lo real y lo legendario (Mayoral), entre lo presentido y lo vivido (Merino), en armonizar las experiencias vividas en la creación de una identidad personal (Guelbenzu), coinciden también en utilizar la perspectiva múltiple, la configuración formal de la novela misma para tratar de penetrar en los secretos de la realidad por la novela. Su realismo ya no tiene nada que ver con el mimetismo; su instrumento de representación, la escritura, no les sirve de sustituto a la cámara fotográfica, ellos buscan reflejar algo que quizás preste sentido a la realidad cercana que no entendemos, quizás la clave de lo humano se halle del otro lado, en el más allá de la realidad, al sur, en la cara de la luna, por la orilla oscura.

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