Manuel García Arévalo
Santo Domingo, RD
Existe una visión distorsionada que atribuye a los colonizadores españoles la comisión de un genocidio en perjuicio de los pobladores originarios de América. Toda una Leyenda Negra desplegada contra España desde el siglo XVI, en interés de otras potencias europeas que le disputaban sus dominios en las llamadas Indias Occidentales. Sin embargo, el cotejo de los documentos históricos y el análisis meticuloso de los hechos, situados en su contexto, demuestran lo contrario.
Utilizar el término genocidio para explicar la conquista y colonización española en América carece de real fundamento. Por tal genocidio se entiende un conjunto de actos perpetrados con la intención deliberada de aniquilar físicamente a un grupo étnico, racial o religioso. Siendo esta la definición, cabría cuestionarse, si el propósito de la Corona española fue el de exterminar a los pueblos originarios, a los que siempre consideró sus nuevos súbditos.
Para historiadores como Juan P. Perrabá y Javier Pérez Martínez-Pinna, resulta esclarecedora la voluntad de la reina Isabel la Católica, al consignar en su testamento lo siguiente: “Y no consientan ni den lugar que los indios reciban agravio alguno de sus personas y sus bienes, más manden que sean bien y justamente tratados y si algún agravio han recibido, lo remienden”.
Pese a estas palabras y las reales disposiciones que buscaban proteger a los indios, sabemos que se cometieron atropellos e injusticias contra ellos. Aun así, nunca existió disposición alguna que contemplara su exterminio. En primer lugar, por el solo interés de aprovechar su fuerza de trabajo, imprescindible para la prosperidad de la incipiente colonia. De ahí la frase muy en boga durante la época: “tierras sin indios no valen nada”.
A lo que se suma, el deber, ineludible para la Corona, de evangelizar a los nativos, por lo cual muchos misioneros se esforzaron en aprender las lenguas autóctonas, como fue el caso de Fray Ramón Pané, quien habló el macorix y el taíno. Al igual que Fray Pedro de Córdoba, hablante en taíno, quien durante su proyecto apostólico en tierra firme dominó el lenguaje de los araucas en la costa de Paria. Además de escribir una “Doctrina para indios”, quizás el primer libro publicado en el Nuevo Mundo y un modelo de catecismo cristiano.
A su vez, los misioneros se encargaron de educar a los hijos de los caciques y señores principales -como fuera el caso de nuestro Enriquillo-, para que al conocer la lengua y las costumbres españolas las hicieran extensivas a los demás indios de su entorno.
Las epidemias devastadoras
Toda conquista conlleva episodios de muertes violentas, despojos y atropellos (como sucedió con la realizada por los romanos en gran parte de Europa y la árabe en el norte de África y la península Ibérica). Sin embargo, a la luz de los estudios epidemiológicos, sabemos que el vertiginoso descenso demográfico acaecido en las Antillas se debió a la concurrencia de múltiples factores, sin que se pueda atribuir en exclusivo a la crueldad y la codicia de los españoles. Es conocido que los europeos portaron patógenos ante los cuales los nativos carecían de inmunidad biológica. Por consiguiente, las enfermedades y epidemias fueron de las causas más gravitantes en la hecatombe poblacional indígena en todo el continente americano.
Algo parecido aconteció en Europa durante la Peste Negra de 1347 a 1353, que causó en solo 7 años una catastrófica pérdida de vidas humanas, estimada en 48 millones. Cerca de la mitad de la población europea pereció, ya por contagio, por abandono o por falta de recursos básicos, causando un extraordinario desajuste social y económico.
Hoy, el encontrarnos impactados por la pandemia del covid-19, hace mucho más comprensibles las tremendas repercusiones que a lo largo de los siglos han tenido las epidemias en la población mundial.
Las Leyes de Indias
Con ello, no se trata de negar o disculpar los horrores de la conquista. Fueron los propios españoles, en un caso único en la historia, quienes se encargaron de denunciar ante las autoridades reales los desmanes cometidos en perjuicio de las etnias aborígenes. Bastaría con citar los nombres de Antonio de Montesinos, Bartolomé de Las Casas y Francisco de Vitoria, quienes cuestionaron el derecho a la conquista y al sometimiento de los indígenas bajo el régimen de las encomiendas.
De las protestas realizadas por las órdenes religiosas con un profundo sentido humanista y de los debates de juristas y teólogos auspiciados por la Corona, surgieron las Leyes de Burgos en 1512, consideradas la piedra angular de los derechos humanos. A estas leyes se adicionaron las disposiciones de Valladolid en 1513, en procura de mejorar las condiciones de vida para los indios. Asimismo, otra medida en favor de los nativos fue el establecimiento de los pueblos o reducciones de indios, bajo la autoridad de sus caciques y nitaínos, implementado por los frailes Jerónimos que gobernaron las Indias entre 1516 a 1519. Situar la acción conquistadora en el tiempo y estudiar el momento histórico ayuda a comprender por qué estas disposiciones reales no alcanzaron plenamente sus objetivos. La conquista estuvo marcada por la codicia de los encomenderos y la necesidad de mano de obra que imponía la realidad económica colonial. Así como por contradictorios y en ocasiones interesados informes que manipularon y tergiversaron los hechos ante la Corona, en perjuicio de los derechos otorgados a los indios.
Aún así, contrario a los intereses de la élite colonial, la lucha por la justicia y la dignidad del indio continuó hasta lograrse que, mediante la real cédula del 18 de mayo 1520, fuera abolida para siempre la encomienda en el caso de los naturales de la Española. De hecho, por disposición expresa del joven emperador Carlos V al licenciado Rodrigo de Figueroa, juez de residencia de la Audiencia de Santo Domingo, se instruyó: “que fue acordado e determinado que los dichos yndios son libres e por tales deben ser avidos e tenidos e tratados e se les deve dar entera livertad e que nos con buena conciencia no los podemos ni debemos encomendar a nadie como hasta aquí se ha fecho”.
Sobre la resolución real que eximió a los taínos del régimen de las encomiendas, el cronista López de Gómara, en su Historia de la Indias (1554), dice lo siguiente: “Todos los pueblos que hay en la isla avecindan españoles y negros, que trabajan en minas, azúcar, ganados y semejantes haciendas, pues, como dije, no hay mas que pocos indios, y aquellos viven en libertad, y en el descanso que quieren, por merced del Emperador, para que no se acabe la gente y lenguaje de aquella isla, que tanto ha rentado y renta al patrimonio de Castilla”.
De lo dicho se puede concluir que, pese a los desafueros cometidos por los conquistadores, no existió por parte de la Corona ni de las autoridades coloniales la intención deliberada de exterminar a los indios de los que obtenían muy buenas rentas, porque en definitiva nadie mata a quien le es productivo. Cabría preguntarse cuál sería el resultado si, en vez de España, nuestra isla hubiera sido colonizada por cualquier otra de las potencias imperiales de entonces, como Inglaterra, Francia u Holanda. Es muy probable que el declive poblacional hubiese sido el mismo, si nos atenemos a otras experiencias americanas. En el caso de la conquista española, violenta como las demás, hay un rasgo singular que merece ponderarse y es el intenso proceso de mestizaje que tuvo lugar con los nativos, donde se mezclaron razas y culturas. Esta amalgama acaecida desde el principio de la época colonial ha permitido que se conserve el sustrato indígena, al igual que el aporte africano, formando así el perfil multirracial y étnico que caracteriza al pueblo dominicano.
De ahí, que como bien dice el reconocido indigenista cubano José Juan Arrom: “Existe amplia experiencia documental para demostrar que los indígenas fueron diezmados pero no exterminados, de modo que en el inicial proceso de convivencia y transculturación, junto con lo material y visible de sus modos de hacer, también han trasmitido algo de lo recóndito e inapresable de sus modos de sentir”.
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