Sergio Fernández Riquelme.
Universidad de Murcia (España).
Resumen. Las sátiras se pueden usan para caricaturizar o denunciar lo que ha sucedido; las distopías se crean para enseñar o para dar miedo de lo que supuestamente puede ocurrir. Reírse y asustarse. Dos géneros aparentemente lejanos que Orwell supo unir en su obra literaria para narrar su tiempo desde el pasado y el futuro. Con sus dos grandes obras (Rebelión en la granja y 1984) Eric Blair, conocido mundialmente como Georges Orwell, creó un universo literario de impacto mundial frente al totalitarismo al que siempre combatió, a partir de su experiencia personal, de su amor por los libros y de su vocación por la libertad propia y ajena. Escritor bohemio en Inglaterra, fue voluntario frente al fascismo en España, socialista ateo sin partidos ni líderes a los que seguir, enemigo frontal del comunismo estalinista pese a la incomprensión, y un novelista censurado por la misma democracia a la que quiso defender. Libertad en su vida y en su narración, no exenta de contradicciones, que Orwell dejó como legado universal.
Palabras clave. Distopías, libertad, literatura, Orwell, sátira, totalitarismo.
Abstract. Satires are used to caricature or denounce has passed; dystopias are created to teach or to fear what will come Laughing and scared. Two apparently distant genres that Orwell knew how to unite in his literary work to narrate his time from the past and the future. With his two great works (Animal Farm and 1984), Eric Blair, known worldwide as Georges Orwell, created a literary universe of global impact against totalitarianism, from his personal experience, his love for books and his vocation for one’s own and others’ freedom. Bohemian writer in England, volunteered against fascism in Spain, socialist atheist without parties or leaders to follow, a staunch enemy of Stalinist communism despite misunderstanding and a novelist censored by the very democracy he wanted to defend. Freedom in his life and in his narration, not without contradictions, that Orwel left as a universal legacy.
Keywords. Dystopias, freedom, literature, Orwell, satire, totalitarianism.
Introducción. Literatura y libertad en Georges Orwell.
La Historia se puede narrar por medio de diferentes instrumentos: desde la pura historiografía sistemática, desde la prensa más actualizada o más intencionada, desde el relato político propio de un tiempo y un lugar, o desde los diversos géneros literarios que transmiten realidades no siempre subjetivas. Estos últimos, desde la ficción creativa aparecen, así, como fuentes e instrumentos de la narración histórica y para la misma; es decir, nos aportan valiosa información sobre la Historia vivida y en ellos creada o recreada, colabora en la reconstrucción historiográfica del pasado con sus posibles datos objetivos y sus reales opiniones subjetivas, y aporta recursos lingüísticos y expresivos necesarios para su narración. Pero asimismo, y como señalaba Jean Meyer, la Historia es imprescindible, de manera directa e indirecta, para toda obra literaria al aportar marcos temporales, vidas y decisiones concretas, y episodios destacados que servían para justificar el punto de partida, contextualizar el desarrollo y encuadrar los desenlaces necesarios. Por ello Meyer señalaba la profunda interrelación entre ambas, por lo que a la Historia se le debía dar estatuto literario, de la misma manera que a la novela había que reconocerle su carácter de Historia; el discurso histórico y el literario eran, a su juicio, prácticas que generaban sentido sobre los hechos de la realidad (y no solo reproducen datos documentados del pasado) y, por ello, diversas y posibles interpretaciones como opciones de significación (Meyer, 2002: 10-20).
Somos Historia y hacemos Historia. Como miembros de una comunidad, participamos directa o indirectamente, activa o pasivamente, de los acontecimientos que crean las posibilidades presentes y las expectativas futuras; la Historia nos influye en lo que somos (como ejemplo que seguir o como modelo que superar) o la determinamos, local o globalmente, con nuestras acciones (como protagonistas o como meros observadores). Así podemos ser modestos o grandes narradores del pasado heredado o recordado, creando la Historia que determina las experiencias dignas de ser parte de nuestra vida personal o que deben ser asumidas por la sociedad como bagaje sobre el construir el camino colectivo. Y la literatura aporta a la misma, como otras creaciones socioculturales (desde el arte más clásico a la música más moderna) una óptica sobre lo que hemos sido, podemos ser y llegaremos a ser como hijos de una “razón histórica” objetiva en su contexto cronológico pero subjetiva en su dimensión vital.
El pasado aparece así, en lo literario, no como mera recolección de recuerdos y opiniones necesarias para el hilo argumental, sino el escenario de un presente convertido en pretérito en menos de un segundo, y germen de los sueños y frustraciones de un futuro por descifrar; y la novela (el teatro, la poesía) representa para lo histórico un medio valioso para comprender, en su texto y su contexto, la Historia como producto radicalmente humano. Eric Arthur Blair, Orwell para el mundo, usó ambas dimensiones para contar lo que vivió y lo que se iba a vivir, desde esa vocación política que reconoció como central. Por ello se convierte, como tantos otros literatos, en fuente básica para el conocimiento histórico en el contexto en el que se escribió y sobre el que se escribió (por lo veraz o lo inventado en su narración literaria), y como herramienta fundamental para comprender lo hecho y dicho por los protagonistas ficticios (por los valores y mentalidades que supuestamente refleja y por el tiempo histórico de referencia que se describe de manera supuesta). Pero Orwell aporta una clave más al respecto: en sus textos capitales narra cómo la Historia puede construirse (y falsificarse) al servicio de los procesos de legitimación política y social, contando lo sucedido de una manera ideológica o creando nuevas palabras para definir lo que ha ocurrido.
Así, y tras años de escritos estéticos, aventuras revolucionarias y labores periodísticas, Orwell hizo Historia. Redactó dos de las grandes obras del siglo XX que le darían renombre en la posteridad. Su literatura, por fin, cumplía su destino histórico (el de su vida y el de su causa): la vocación política para narrar la injusticia y buscar la verdad (Orwell, 2000:70). Una primera y magistral sátira de hombres animalizados o animales humanizados que habían destruido el sueño revolucionario de una generación, y una segunda distopía cruel sobre el totalitarismo que ya había comenzado. Dos textos, dos visiones que se demostraron complementarias, culmen de su obra como ensayista, periodista e incluso poeta (desde Awake! Young Men of England de 1914, a As One Non-Combatant to Another de 1943). Lo satírico (en Animal farm) pretendía denunciar y ridiculizar a los líderes de la URSS triunfante: al estaliniano Napoleón y a su ideología del Animalismo revolucionario transformada en simple dominación. Lo distópico (en 1984) hablaba de la utopía comunista que denunció casi a contracorriente (Jacobson, 1998); en esta última no falló en la fecha (como si ocurría en la mayoría de profecías utópicas o distópicas), ni en el contenido último de su crítica satírica, y por ello pasó a la historia. Acertó en el devenir histórico del comunismo, en el diagnóstico del “nuevo lenguaje” de la era globalizada, en el uso de la propaganda masiva como instrumento de todo poder. Pero Orwell también falló; falló en vida, y por eso sufrió censura y rechazo, a la hora de convencer a la intelectualidad del momento, a los creadores de opinión de un lado y de otro, de que la libertad era sagrada, la de escribir y la de opinar, la de pensar y debatir, la de prensa y la de expresión; pero sobre todo, defendiendo a capa y espada la propia libertad de los enemigos, incluso de aquellos que le atacaban por el socialismo antiestatista que siempre profesó (Bégout, 2010).
Orwell nunca fue una académico: amó los libros fuera de la Universidad, conoció la realidad de primera mano, defendió siempre la “moral del hombre común”, entre el viejo patriotismo tradicional inglés y el nuevo socialismo revolucionario, e intentó nunca depender de nada ni de nadie (aunque no siempre lo consiguió). Gusten más o menos sus posiciones políticas concretas, Orwell buscó siempre ser libre, y consecuentemente pagó un precio por ello. Quiso ser escritor desde joven en la gran ciudad, pasando penurias económicas, rechazos editoriales continuos y enfermedades pulmonares, muriendo sin grandes homenajes (Ingle, 1993). Fue a la Guerra en España para luchar contra el fascismo y regresó de ella para luchar contra el comunismo, siendo ninguneado por la izquierda europea y viendo agravada sus dolencias. Denunció siempre las injusticias y la represión con su pluma, pero acabó vigilado, censurado por el mismo sistema democrático y ninguneado por el poder (Fernández Riquelme, 2018).
Escribió las dos grandes obras contra el totalitarismo de todos los tiempos, aunque con el nombre y apellido del sistema comunista finalmente reinante; pero las mismas parecen descontextualizarse en la cultura de masas actual, con el adjetivo “orweliano” manoseado ideológicamente (y por ello ajeno al sentido de sus textos), con su término Animalism desligado de su sentido alegórico, o con el mismo concepto del Big Brother convertido en producto televisivo donde la privacidad de los ciudadanos se vende al mejor postor (Fernández Riquelme, 2018). Obras donde Orwell descubría, en sus propias palabras, la razón de ser de su trabajo, la vocación última de su prosa. Cuatro eran los motivos que señala para explicar la labor de cada escritor: el egoísmo absoluto, el entusiasmo estético, el impulso histórico y el propósito político. Y este último fue, para Orwell, el verdadero impulso de su literatura: el compromiso con su causa política, ya que antes de descubrirlo solo “escribí libros carentes de vida y fue traicionado por todo tipo de embustes como pasajes rosas, adjetivos de ornato y oraciones que no tenían significado” (Orwell, 2000:70).
Por ello Eric Blair también fue preso de fidelidades denostadas por el paso del tiempo (como la misma utopía troskista a la que siguió durante años), pasó por alto crímenes que no denunció (como la persecución anticlerical en España) o presentó contradicciones sobre la libertad al criticar ferozmente a autores y creadores alejados de sus posiciones e incluso de sus gustos estéticos profundamente británicos (Besancon, 1984). Ahora bien, Orwell siempre buscó decir la Verdad, haciendo la revolución, no para ningún partido ni para ningún líder, sino frente a las jerarquías que oprimían la libertad individual; luchando contra el totalitarismo fascista y comunista en su vida y en su obra; y sobre todo, defendiendo la libertad de expresión propia y ajena (incluidos sus propios enemigos ideológicos) sin aparente relevancia en su tiempo (censurado directamente por el comunismo internacional e indirectamente por las democracias liberales ganadoras de la II Guerra mundial) pero con un posterior éxito literario y moral aún vigente.
La biografía. La libertad frente a la jerarquía.
Nacido en la India británica en el seno de una familia de clase media-alta venida a menos, Eric llegó de niño a las Islas. Estudió becado en algunos de los mejores colegios ingleses, como las escuelas Saint Cyprian, Wellington y Eton, donde comenzó a escribir poesía y ensayos (influido decisivamente por la popular obra de H. G. Wells A modern Utopia). Tras graduarse con notas bajas, marchó como policía imperial a Birmania en 1922; ante el riesgo y el deshonor de su familia de no poder entrar en la Universidad, sus padres lo enviaron al país asiático aprovechando el dominio del idioma francés, gracias a su madre de origen galo (y criada en dicho país), y la visión romántica de Eric del lejano Oriente (Crick, 1992). Época donde se gestó la pronta vocación literaria del futuro Orwell;
“Desde muy temprana edad, tal vez cuando tenía cinco o seis años supe que al crecer me convertiría en escritor. Entre los dieciséis y los veinticuatro años intenté abandonar esta idea, pero con la conciencia de que traicionaba mi verdadera naturaleza y que, tarde o temprano, tendría que ponerme a escribir libros” (Orwell, 200: 70).
Tras varios años de experiencias y penurias en Indochina, regresó a la casa paterna en Southwold con la decisión de hacerse escritor, siguiendo la estela de Jack London e investigando sobre las clases sociales más humildes de Londres; pero ante la negativa a ser publicados sus primeros ensayos (como The Spike) y sufrir la penuria económica, en 1928 marchó a París (Orwell, 2010). Allí consiguió, durante dos años, escribir artículos en revistas y periódicos como Le Monde (que publicó su dura La Censure en Angleterre) pero pasó periodos de auténtica indigencia (rememorados en Down and Out in Paris and London). A su vuelta fue maestro varios meses en The Hawthorns High School y en el Frays College ante el escaso eco de sus escritos (Burmese Days y A Clergyman’s Daughter), y trabajó en la tienda de libros de segunda mano Booklovers’ Corner, experiencia recogida en Keep the Aspidistra Flying de1936 (Shelden, 1993). Asentado en la zona londinense de Hampstead, conocida por ser el gran centro intelectual y alternativo, entró en contacto con numerosos escritores (como el famoso Henri Miller, que se convertiría en amigo muy cercano), contrayendo matrimonio con Eileen O’Shaughnessy en 1936. En esta época fue definido por Crick con una etiqueta quizás extremadamente representativa de lo que fue en realidad Orwell: una especie de “tory anarquista” (Crick, 1992).
Conocido ya como ácido ensayista en el diario New Adelphiy, Eric adoptó en 1933 el pseudónimo con el que pasaría a la historia: Georges Orwell. Tras sus primeros ensayos antiimperialistas (Burmese Days, 1934; A Hanging, 1931; Shooting an Elephant, 1936) tomó partido por una visión heterodoxa del socialismo laborista inglés, escribiendo El camino a Wigan Pier (publicado en 1937), análisis cuasi sociológico de las condiciones de vida de los trabajadores de los condados industriales de Lancashire y Yorkshire (en sus salarios, viviendas, enfermedades). Pero en 1936, y ante el comienzo de la Guerra civil española se alistó en la Brigadas internacionales, tras visitar a Harry Pollitt (secretario general del comunismo británico) y a su amigo Miller en París (quién intentó disuadirlo), llegando a Barcelona y participando en las acciones del troskista POUM (Crick, 1992: 150-170).
Una España de ratas a las que tenía profunda y declarada fobia, de olores y sabores tan diferentes, de sueños de cambio social nunca vistos, de Iglesias en llamas y destrucción de poderes jerárquicos (Orwell, 2003: 51-52). En este país que tanto le marcaría Orwell, como miembro antifascista declarado, combatió en primera línea en el Frente de Aragón (en la zona de Huesca, donde fue herido en el cuello por una bala), regresando de nuevo a la ciudad condal donde asistió con admiración a las transformaciones libertarias de hegemónico movimiento anarquista (CNT) en el cinturón industrial catalán. Pero mientras el bando nacional “de señores feudales y latifundistas” avanzaba ante la debilidad militar y los conflictos internos del bando republicano (López Accotto, 1985) Orwell asistió a la represión estalinista en la región sobre troskistas (con el asesinato de su líder Andreu Nin) y ácratas. A ellos y a su revolución social dedicó su Hommage to Catalonia, publicada en 1938, donde también se contenía su dolorosa crítica a esa experiencia represiva que cambió a Orwell para siempre (López Accotto, 1985), y que caracterizaría a su obra posterior (visión completada en su ensayo Looking back on the Spanish War, 1942).
“es evidente que se escribirá una historia, la que sea, y cuando hayan muerto los que recuerden la guerra, se aceptará universalmente. Así que, a todos los efectos prácticos, la mentira se habrá convertido en verdad. (…) El objetivo tácito de esa argumentación es un mundo de pesadilla en el que el jefe, o la camarilla gobernante, controla no sólo el futuro sino también el pasado. Si el jefe dice de tal o cual acontecimiento que no ha sucedido, pues no ha sucedido; si dice que dos y dos son cinco, dos y dos serán cinco. Esta perspectiva me asusta mucho más que las bombas, y después de las experiencias de los últimos años no es una conjetura hecha a tontas y a locas” (Orwell, 1985: 10-15).
Enfermo de tuberculosis, y tras su aparente sanación en la vecina Marruecos, Orwell regresó a Inglaterra. Escribió reseñas de libros para el New English Weekly hasta 1940, fue propagandista desde 1941 para el Servicio Oriental de la BBC (participando en programas en busca de apoyo de la India y el este de Asia a los ejércitos aliados) y en 1943 se dedicó a ser columnista y editor literario de la revista semanal Tribune (Ingle, 1993); experiencia bélica recogida en Diario de guerra 1940-1942 (Orwell, 2007). Vigilado durante años en la sombra por el gobierno británico, buscó recuperar un socialismo democrático opuesto al estalinismo, denunciando la represión soviética y el apoyo casi unánime a Moscú de los intelectuales izquierdistas. Por ello defendió, como ensayista destacado, esa libertad individual sagrada, entre la revolución antijerárquica universal y el liberalismo inglés de cuna (Crick, 1992: 15-25).
Así defendió la “vida exuberante” y libre de Shakespeare, por ejemplo, frente a las críticas desde de la “austeridad” del novelista Tolstoy (Lear, Tolstoy and the Fool, 1947), o criticó la obra de Salvador Dalí como exponente de esa desastrosa y simple “impunidad del arte contemporáneo” (Orwell, 2004). En 1945 Orwell, casi como testamento vital, escribió The Freedom of the Press en 1945 (con la fallida intención de que sirviera de prólogo a la primera edición de Animal Farm), descubierto por Ian Angus y publicado el 15 de septiembre de 1972 en el Times Literary Supplement (con prólogo de introducción del citado profesor y biógrafo Bernard Crick); un monumento a la libertad de expresión y contra la falsificación de la Historia (posteriormente introducido en la obra a la que iba destinada) que comprobó en el frente y en la retaguardia:
“Conozco muy bien las razones por las que los intelectuales de nuestro país demuestran su pusilanimidad y su deshonestidad; conozco por experiencia los argumentos con los que pretenden justificarse a sí mismos. Pero, por eso mismo, sería mejor que cesaran en sus desatinos intentando defender la libertad contra el fascismo. Si la libertad significa algo, es el derecho de decirles a los demás lo que no quieren oír. La gente sigue vagamente adscrita a esta doctrina y actúa según ella le dicta. En la actualidad, en nuestro país —y no ha sido así en otros, como en la republicana Francia o en los Estados Unidos de hoy— los liberales le tienen miedo a la libertad y los intelectuales no vacilan en mancillar la inteligencia: es para llamar la atención sobre estos hechos por lo que he escrito este prólogo» (Orwell, 1994).
Siempre libre y siempre humanista; la jerarquía, fuera la que fuera, era el enemigo a batir. Por ello pasó buena parte de la vida luchando contra el totalitarismo surgido en su época, bien de imperialismos, fascismos o comunismos. Fue socialista toda su vida, siempre en pro de la justicia social siempre desligado de militancias orgánicas; estuvo pocos años militando en el Partido Laborista independiente (ILP), admiró la experiencia antitestatista del anarquismo español o fue furibundo enemigo del comunismo estalinista. Por ello fue anticlerical ateo y declarado como Georges Orwell, pero también fue tradicionalista y moralista como Eric Blair, como demostraba su amplio conocimiento de la Biblia, su rechazo de los vicios y desviaciones morales y sexuales, su pseudónimo en homenaje al santo patrón de Inglaterra (y al río de una región bien conocida por él), sus dos matrimonios religiosos, su contradictoria admiración hacia G.K. Chesterton (al que criticaba por su conversión al catolicismo) o su profundo aprecio por las tradiciones anglicanas, como recogió años después Stephen Ingle (1993). Orwell falleció casi en silencio en 1950, de esa tuberculosis de la que nunca se pudo curar.
La sátira. Rebelión en la granja.
“Si la libertad significa algo, es el derecho de decirles a los demás lo que no quieren oír”. Esta declaración de Orwell antes citada, y presente posteriormente en el prólogo de Animal Farm (“Rebelión en la Granja”, 1945) resumía su posición central: libertad para decir lo que nadie quiere que se diga. Palabras que hablaban, por ello, de la censura a la que fue sometida su obra, negada por los liberales británicos (en distensión con la victoriosa URSS tras la II Guerra mundial) y despreciada por los comunistas y socialistas europeos (por su admiración por el caído trotskismo), siendo desaconsejada su publicación hasta en cuatro ocasiones. Pero Orwell consiguió publicar finalmente, pese a todo, esta alegoría no de todas las dictaduras (como bien puntualizó en el propio prólogo), sino expresamente de la dictadura soviética.
En ella satirizaba magistralmente, entre la falsa primera ilusión y la final real desilusión real, el proceso revolucionario comunista que, a su juicio, a había pervertido la misión original del socialismo: animalizaba tan humanamente a sus líderes, burócratas y represores hasta el más mínimo detalle, y humanizaba a esos animales hasta convertirlos en los protagonistas de la posterior distopía futurista, tan didáctica como realmente cruel. Orwell usó a una serie de aparentemente inofensivos animales de granja, y de manera magistral el género satírico tradicional; aquel fundado en época clásica por Epícteto, Séneca, Persio o Juvenal. Una sátira nacida para narrar su discurso sobre el devenir histórico de la segunda revolución rusa tras Octubre de 1917, criticando agudamente las costumbres o vicios de la generación que se hizo con el poder, moralizando sobre la génesis de todo totalitarismo y burlándose de aquellos que creían poder engañar siempre a su pueblo.
“—Camaradas —gritó—, imagino que no supondréis que nosotros los cerdos estamos haciendo esto con un espíritu de egoísmo y de privilegio. Muchos de nosotros, en realidad, tenemos aversión a la leche y a las manzanas. A mí personalmente no me agradan. Nuestro único objeto al comer estos alimentos es preservar nuestra salud. La leche y las manzanas (esto ha sido demostrado por la Ciencia, camaradas) contienen substancias absolutamente necesarias para la salud del cerdo. Nosotros, los cerdos, trabajamos con el cerebro. Toda la administración y organización de esta granja depende de nosotros. Día y noche estamos velando por vuestra felicidad. Por vuestro bien tomamos esa leche y comemos esas manzanas. ¿Sabéis lo que ocurriría si los cerdos fracasáramos en nuestro cometido? ¡Jones volvería! Sí, ¡Jones volvería! Seguramente, camaradas —exclamó Squealer casi suplicante, danzando de un lado a otro y moviendo la cola—, seguramente no hay nadie entre vosotros que desee la vuelta de Jones” (Orwell, 1994).
Los revolucionarios era los oprimidos animales de la tradicional Granja Manor que, alentados por el Viejo Mayor (el mismo Lenín), un cerdo que antes de morir explicó a todos sus ideas, llevaron a cabo una revolución con la que consiguen expulsar al granjero Jones y crear su propio sistema regido por Siete Mandamientos escritos en la pared:
“1.Todo lo que camina sobre dos pies es un enemigo; 2.Todo lo que camina sobre cuatro patas, o tenga alas, es amigo; 3. Ningún animal usará ropa; 4. Ningún animal dormirá en una cama; 5. Ningún animal beberá alcohol; 6. Ningún animal matará a otro animal; 7. Todos los animales son iguales. Pero la ahora denominada como Granja animal» (Orwell, 1994).
Era la síntesis de citado Animalismo, la ideología liberadora que fundaba un Nuevo mundo libre de humanos y de dominación (“El hombre es el único enemigo real que tenemos. Haced desaparecer al hombre de la escena y la causa motivadora de nuestra hambre y exceso de trabajo será abolida para siempre”). Y el cual, pese a mejorar su situación respecto a la dominación humana anterior, acabó por ser dominada por los cerdos (los más inteligentes) que se autoproclamaron como los líderes y por ello no trabajaban. Una élite progresivamente dividido por las discrepancias entre sus máximos líderes, Snowball (Trotski) y Napoleón (Stalin), hasta que este último consiguió hacerse con todo el poder haciendo huir al primero, echándole a los perros a los que había criado personalmente. Bajo la dictadura de Napoleón, el sueño de una sociedad igualitaria comenzó a desaparecer, siendo ligeramente modificados los Mandamientos para legitimar la dictadura hasta hacerlos desaparecer. Finalmente los cerdos empezaron a comportarse como los hombres, usando sus ropas y caminando sobre sus patas traseras, llevando látigos y obligando a trabajar a destajo al resto de animales por míseras raciones de comida. Así se estableció, como último mandamiento, eso sí modificado, que “todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros”. Y por ello, en una escena realmente antológica, los propios cerdos comenzaron a negociar con los humanos de las granjas cercanas en busca de beneficio, compartiendo hombres y cerdos, viejos y nuevos dominadores, el beneficio de la explotación y los mismos vicios que hacían que el resto de animales no pudieran distinguir unos de otros.
“El origen del conflicto parecía ser que tanto Napoleón como el señor Pilkington habían descubierto simultáneamente un as de espadas cada uno. Doce voces gritaban enfurecidas, y eran todas iguales. No había duda de la transformación ocurrida en las caras de los cerdos. Los animales asombrados, pasaron su mirada del cerdo al hombre, y del hombre al cerdo; y, nuevamente, del cerdo al hombre; pero ya era imposible distinguir quién era uno y quién era otro” (Orwell, 1994).
La distopía. 1984.
Siempre parece que se equivocan los autores de distopías, por exceso o por defecto, a la hora de situar en el tiempo la fecha de llegada de ese futuro lleno de miedos, marcado por el fin de los tiempos o habitado por el último hombre. Distopías como género literario pero con esencia historiográfica; reúnen en su narración las experiencias, las posibilidades y las expectativas históricas de un autor que proyecta en el futuro que puede cumplirse los recuerdos, vivencias y esperanzas de su propia generación. A dicho género, propio de la aceleración vital de la modernidad en trance de superación por los “milagros tecnológicos” impulsados en el siglo XX (para el bien o la mejora imparable del bienestar, y para el mal o la capacidad de destrucción masiva) responden obras tan icónicas como The Sleeper Awakes de H. G. Wells (1910), Un mundo feliz de Aldous Huxley (1932), Mercaderes del espacio de Pohl y Kornbluth (1953), La pianola de Kurt Vonnegut (1952), Fahrenheit 451 de Ray Bradbury (1953), Todos sobre Zanzibar de John Brunner (1968), El cuento de la criada de Margaret Atwood (1985), el cómic V de Vendetta de Alan Moore (1982-1988), o las numerosas películas hollywoodienses sobre sueños apocalípticos varios. Ficciones nacidas del miedo ante el progreso y sus consecuencias, como lección de la que aprender o realidad inevitable a la que adaptarse; y que en muchos casos adelantaron cambios que se iban a producir o sugestionaron al mundo como profecías autocumplidas.
Su famosa novela distópica 1984 (publicada en 1949) hablaba, a modo de crítica política y drama humano, del poder humano en estado puro. Londres era la capital del nuevo estado colectivista de Oceanía (que reunía el mundo occidental, bajo control del socialismo inglés), enfrentado o aliado a las otras dos grandes potencias: Eurasia y Asia Oriental. Este estado se encontraba dominado por un Partido único, manifestado en el ícono del Gran Hermano, el dios pagano omnnipresente y todopoderoso. Partido dividido entre la minoría del Consejo dirigente, la burocracia a su servicio y la mayoría de los ciudadanos sin derechos, y que controlaba absolutamente todo mediante una estricta vigilancia y una propaganda alienante que impedía toda crítica y toda disidencia, fomentando la adhesión incondicional y el fanatismo contra todo traidor.
Un sistema construido a través de la manipulación constante por medio del instrumento de la “neolengua”, consiguiendo mediante la misma convencer que “La Guerra es Paz, la Libertad es Esclavitud, y la Ignorancia es fuerza” (el lema del partido, que uno de los miembros del mismo, el personaje de O´Brian, explicaba como en realidad, significaba lo contrario). Y en la historia que se narra, un empleado del Ministerio de la Verdad (junto con el del Amor, el de la Paz y el de la Abundancia) Winston Smith, encargado de reescribir la historia cada día, comenzó a comprender esa gran farsa en la que vivía, sin leyes explícitas de represión sino con palabras nuevas que dominaban la realidad completamente.
“Lo que ahora se disponía Winston a hacer era abrir su Diario. Esto no se consideraba ilegal (en realidad, nada era ilegal, ya que no existían leyes), pero si lo detenían podía estar seguro de que lo condenarían a muerte, o por lo menos a veinticinco años de trabajos forzados. Winston puso un plumín en el portaplumas y lo chupó primero para quitarle la grasa. La pluma era ya un instrumento arcaico. Se usaba rarísimas veces, ni siquiera para firmar, pero él se había procurado una, furtivamente y con mucha dificultad, simplemente porque tenía la sensación de que el bello papel cremoso merecía una pluma de verdad en vez de ser rascado con un lápiz tinta. Pero lo malo era que no estaba acostumbrado a escribir a mano. Aparte de las notas muy breves, lo corriente era dictárselo todo al hablescribe, totalmente inadecuado para las circunstancias actuales. Mojó la pluma en la tinta y luego dudó unos instantes. En los intestinos se le había producido un ruido que podía delatarle. El acto trascendental, decisivo, era marcar el papel. En una letra pequeña e inhábil escribió: 4 de abril de 1984” (Orwell, 2018: 13-16).
El protagonista, tras contactar con la también rebelde Julia (con la que encuentra el amor) y el líder de la supuesta opositora Hermandad, comenzó una resistencia frente al sistema que controlaba física y mentalmente a la población (con la Policía del pensamiento) y prohibía con una vigilancia intensiva toda disidencia, toda intimidad y toda familia. Especialmente gracias al neologismo “doblepensar”; un instrumento clave del sistema, que como señalaba el supuesto opositor Goldstein (“el enemigo del pueblo”), era enseñando desde la más tierna infancia para convencer que la mentira era, al final, la pura verdad:
“Decir mentiras a la vez que se cree sinceramente en ellas, olvidar todo hecho que no convenga recordar, y luego, cuando vuelva a ser necesario, sacarlo del olvido sólo por el tiempo que convenga, negar la existencia de la realidad objetiva sin dejar ni por un momento de saber que existe esa realidad que se niega… todo esto es indispensable. Incluso para usar la palabra doblepensar es preciso emplear el doblepensar. Porque para usar la palabra se admite que se están haciendo trampas con la realidad. Mediante un nuevo acto de doblepensar se borra este conocimiento; y así indefinidamente, manteniéndose la mentira siempre unos pasos delante de la verdad. En definitiva, gracias al doblepensar ha sido capaz el Partido —y seguirá siéndolo durante miles de años— de parar el curso de la Historia (Orwell, 2018: 88-98).
Pero el esfuerzo fue inútil. El sistema siempre ganaba. Tras descubrir que los opositores eran también parte del aparato represor, Winston fue detenido y encarcelado en la Habitación 101 (quizás la oficina de propaganda de la BBC o quizás una checa que conoció en Barcelona). Allí Winston fue torturado y reeducado por el “Ministerio del Amor”, hasta comprender que era cierto que dos y dos eran cinco, ya que un burócrata se lo dejo bien claro al protagonista: “Si el líder dice de tal evento no ocurrió, pues no ocurrió. Si dice que dos y dos son cinco, pues dos y dos son cinco. Esta perspectiva me preocupa mucho más que las bombas”. Pero además se borró todo rastro de su amor por Julia y todo sueño de fundar una familia. El Gran Hermano volvería a ser, así, la única verdad.
Conclusión. La Verdad como acto revolucionario.
Sátira para denunciar lo que había pasado. Distopía escrita desde un tiempo y contra un sistema que iba a llegar. La narración histórica de Orwell, entre la justicia a la que aspiró y la censura que sufrió, aportó una visión propia pero universal sobre el hombre en comunidad; siempre en ese contexto revolucionario donde se podía descubrir o se podía construir la Verdad universal para transformar el poder, para cambiar al ser humano, para conquistar la posteridad.
Eric Blair, Orwell para el mundo, mostró con su pluma como los hombres poderosos falsificaban la Historia para sus propósitos, no con sistemas jurídicos extremadamente complejos, sino con el uso de la lengua que cambiaba el significado real por construcciones ideológicas perfectamente diseñadas para socializar a la comunidad de una manera determinada, para modificar la conducta de manera sibilina pero efectiva, y para coartar la libertad de pensar estableciendo “verdades oficiales». Por ello proclamó una frase que ha trascendido el tiempo donde fue escrita, y que determina la narración histórica en un momento que parece repetirse una y otra vez: “en tiempos de engaño universal, decir la verdad se convierte en un acto revolucionario” (Marcus, 1982)
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