Uno de los temas centrales del libro En el país de las familias multicolores de Arthur J. Burks son sus experiencias como oficial de inteligencia durante la ocupación militar americana y jefe de la Brigade Intelligence Office, una organización más sofisticada de lo que los datos aportados por el autor permiten colegir. Las tareas a cargo de este joven oficial -quien confiesa que «durante muchos meses había tenido responsabilidades superiores a mi rango»- incluirían la persecución del contrabando de armas y la lucha contra el «bandidaje» (prácticamente liquidado al momento de aquél entrar en escena), el levantamiento de información sobre la política vernácula y la formación de una red de espionaje con ramificación nacional. Gozaría de «autoridad para reclutar miembros de cualquier mando para (reunir) los hombres que necesitara. Podía utilizar un avión y un piloto desde el aeropuerto siempre que lo pidiera, y sin tener en cuenta los límites de los comandantes de unidades de fuera de la ciudad de Santo Domingo e ir a cualquier parte del país que considerara conveniente».
En misiones de detección y persecución del contrabando de armas estuvo Burks en Las Charcas y Playa Caracoles, Sánchez y Los Haitises, así como en Samaná, motivando sabrosos relatos novelescos. Las operaciones a bordo de un avión DeHavilland ofrecen material especialmente útil para la historia de los primeros años de la aviación militar en el país. «Mis agentes, tanto los de tiempo completo como los de tiempo parcial, eran turcos, haitianos, dominicanos, franceses, alemanes y uno canadiense: marines, alistados y oficiales. Cada agente tenía un número y los informes de cada uno iban con el número señalado, de modo que el general pudiera mirar en su lista, mantenida bajo cerradura y llave, para ver quién lo había hecho». La extensión de su organización era tal que tenía «tentáculos que llegaban a cada rincón de la República».
Algunos nombres de los integrantes de esta red son mencionados por Burks. El del raso de primera clase Julio García, puertorriqueño del cuerpo de marinos sumamente laborioso y útil por la posibilidad de hacerse pasar por un nativo, quien había servido en Francia durante la primera guerra mundial, ascendido luego a sargento en mérito a sus funciones. El de Luisa Palmer, negra boricua -una verdadera súper agente, amante de ministros y políticos notables, con quien Burks entabló una relación especial de camaradería-, la mejor remunerada de la red con 30 dólares mensuales. Asesinada poco tiempo después de la partida de su jefe, en una aparente vendetta política. La participación dominicana estaría a cargo del negro Felipe Espinal, del joven Arturo Vicioso y de Alfonso Bustamante, a quien el autor le dedica todo un capítulo, describiéndolo como un típico aventurero del período de Concho Primo de quien logra encariñarse.
Miembros identificados del cuerpo de marines pertenecientes a la organización de espionaje: Daniel Shimel, el «Sargento Mascador», el raso Leo Schayer, turco que hablaba ocho idiomas, así como el segundo teniente Carlos McCullough, del regimiento acantonado en Santiago. Un Roquefort: realmente el puertorriqueño Mariano Rocafort, intérprete oficial de la oficina central de inteligencia, quien traducía las informaciones de prensa «de interés para la inteligencia». El desempeño de este atareado trabajo llevó al Gordito -sobrenombre de Burks entre los criollos- a vivir bajo permanente tensión, con sus «dos automáticas» siempre a mano. Siendo hostigado durante ocho meses tanto en su residencia en Gascue como en su oficina en la Fortaleza Ozama por grupos dominicanos afectados por su trabajo de espionaje. Esta labor era «tan exigente que rara vez dormía durante semanas, sino en ocasiones, sin quitarme la ropa o durmiendo sólo nerviosas siestas de gato», nos confiesa.
El licenciado Francisco J. Peynado, a la sazón candidato presidencial de la Coalición Patriótica de Ciudadanos y su hijo Julio -con quien Burks refiere que llegó a intimar-, son las personalidades de la época a las cuales le dedica mayor atención, mereciéndoles ambos excelente opinión. Las otras figuras políticas aludidas son el compañero de fórmula de Peynado, Elías Brache, y Luis Felipe Vidal, uno de los conjurados en la muerte de Mon Cáceres. Interesante la impresión de Burks acerca de la percepción existente entre los dominicanos en cuanto a que Peynado era el candidato de los norteamericanos. Y de cómo ese factor actuaba en desfavor de sus posibilidades electorales. Aun en aquellas condiciones particularmente difíciles para la república, con la presencia de las tropas gringas en su territorio y con un sistema electoral plagado de limitaciones, las elecciones había que ganarlas en las urnas.
Aparte su valor testimonial, la obra de Burks debe ser juzgada en una perspectiva literaria como relato de aventuras. Como nos lo revela el propio autor, vino a Santo Domingo a recoger materiales que luego sirvieran a su proyectada carrera de escritor de ficción. No en balde uno de sus primeros cuentos, publicado en un magazine juvenil, surgió de la impresión que le causara un prisionero haitiano en Barahona, practicante de vudú y presumiblemente de canibalismo, incapaz de recordar su propio nombre y cualquier otro dato personal. Si se aplicara un enfoque crítico a la obra, es notorio el recurso frecuente a la extrapolación de rasgos y situaciones con una clara intencionalidad literaria.
Uno de los relatos más sobresaliente e ilustrativo es el que figura en el capítulo «Trajes de madera». Los dos ataúdes de emergencia que Burks recomienda llevar consigo al encargado de una brigada de topógrafos que se dirigía hacia Pedernales -y sobre cuya utilidad bromeaban los dos sargentos que encabezarían el trabajo de campo, diciendo que serían ocupados por ellos-, paradójicamente regresan con los cuerpos exangües de los bromistas. Uno falleció de disentería y el otro fue muerto a tiros en una burda refriega en un prostíbulo haitiano.
La atmósfera de aventura que envuelve cada relato de la obra se inscribe en la tradición literaria norteamericana del siglo XIX y los inicios del XX, signada por los relatos de acción que se escenifican en tierras exóticas, inspirados en las propias vivencias de sus autores. Como aconteciera con la novela sobre la caza de la ballena en los mares del Sur, Moby Dick, de Herman Melville, arponero él mismo durante cinco años y quien viviera -como el escritor inglés Robert Louis Stevenson, cuyos restos reposan en Samoa- en las islas Marquesas y Tahiti. Las novelas Benito Cereno y Billy Budd, marinero completan esta trilogía de Melville que versan sobre episodios marineros con tintes autobiográficos.
Esta tradición impulsaría a Jack London a enrolarse como buscador de oro en Alaska, a cazar focas en Japón, tras vivir una adolescencia, como dice Borges, en los ambientes malevos de San Francisco y de haber sido pescador de perlas en la bahía. Estas experiencias servirían de materia prima a sus célebres narraciones La llamada de la selva, Los buscadores de oro del Norte, La ley de la vida, Cuentos de los mares del Sur y a una amplia colección de relatos. Para cerrar el ciclo de una corta vida que a los 40 años agonizaba víctima de una sobredosis de narcóticos, cumpliendo así su propia profecía: «preferiría ser un soberbio meteoro antes que un planeta dormido y permanente».
Previamente Mark Twain había trasladado la aventura al escenario norteamericano, situándola magistralmente en las riberas del Big River, tomado de la mano de dos jóvenes adolescentes, el pícaro vagabundo Huck y su compañero de travesuras Tom, remedo de su temprana edad a orillas del Mississippi. De su pluma fecunda cargada de humor saldrían Las aventuras de Huckleberry Finn, Las aventuras de Tom Sawyer y Life in the Mississippi. Como tantos otros escritores norteamericanos, Twain viviría varias vidas para contarlas. Oficiaría como impresor, gacetillero, piloto de steamboat en el Old Man River, minero en Nevada y buscador de oro en California, corresponsal en Hawai y conferencista satírico de éxito. Todo un poliedro vitalista este Mark de mi niñez, cuyos relatos Fefita me leía.
La sed de aventuras lanzaría hacia México al septuagenario escritor y periodista Ambrose Bierce -el terrible Bitter Bierce, dada su ácida visión del mundo presente en Cuentos para soldados y civiles, Club de parricidas y Diccionario del Diablo- tras la huella del legendario Pancho Villa. Para desaparecer misteriosamente en 1914 bajo el manto de la polvareda revolucionaria, resurgiendo como uno de los personajes centrales de la novela Gringo Viejo de Carlos Fuentes, llevada al celuloide. Igual el joven periodista y poeta John Reed, actuando como corresponsal de guerra, relataría las correrías de Villa en México insurgente, para luego cubrir los acontecimientos de la revolución bolchevique en su mundialmente famoso Ten Days that Shook the World. Publicado en 1919, fue fuente inspiradora para el cineasta Serghei Eisenstein producir el film Octubre. Reed moriría de tifo en 1920, enterrado en las murallas del Kremlin como héroe soviético. Warren Beatty reivindicó y encarnó esta experiencia en Reds.
La tradición aventurera tomaría cuerpo en Hemingway, exponente genial de «la generación perdida»: conductor de ambulancia en la primera guerra, habitué de la bohemia parisina de postguerra, integrante de las brigadas internacionales en la guerra civil española, cazador en África, taurófilo en España, submarinista y pescador en los cayos cubanos, alcohólico como Bierce, trotamundos y suicida al igual que London. Eugene O’Neill, quizás el más penetrante dramaturgo estadounidense, no escaparía a este destino. Hijo de actor de teatro y actor mismo, aventurero y hombre de mar, buscador de oro en Honduras. Con esta tradición a cuestas y una carrera literaria revoloteándole en la cabeza, no es extraño que Arthur J. Burks pisara tierra dominicana para encontrarse con su propia aventura.
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