Por: Manuel González
En la bruma temprana de la madrugada, cuando el alba aún es un susurro en el horizonte, el silbato grande, gutural como un lamento antiguo, despierta a la Bahía, como si fuera el corazón del ingenio, un latido resonante que marca el compás de un pueblo entregado a su dulce obsesión, el azúcar, su aliento.
Cada pitido es un canto de sirenas de hierro, en el cual las locomotoras, obreras infatigables, transportan sueños y caña, atravesando los campos de Neiba, donde la tierra tiembla al paso de los engranajes que muerden el tallo verde, transformando el sol en melaza, el sudor en cristales dorados.
En cada esquina, los sonidos se mezclan, el ronquido del vapor escapando, el gemido de los piñones, la risa metálica de las cigüeñas, y el ulular de las campanas, se convierten en la sinfonía de una tierra que canta su faena, su zafra eterna, donde los hombres y mujeres bailan al ritmo de su labor, una danza antigua que resuena en la memoria de cada barahonero.
Al final del día, cuando el sol se oculta y las sombras se estiran sobre los campos, el pequeño silbato resuena, una melodía suave que indica el descanso, una pausa en el concierto mecánico, mientras la bahía respira, en silencio, esperando el próximo amanecer, cuando de nuevo, el ingenio Barahona despierte con su grito de vida, y el azúcar vuelva a fluir como la sangre que corre por las venas de su gente.
Inspirado por: LOS SONIDOS DEL AZÚCAR BARAHONERO, texto producido por Virgilio Gautreaux P.
MEGS, con apoyo de la IA.
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