Por: Mario Díaz
Su vida parece sacada de un guión cinematográfico. Quienes tenemos la suerte de conocerlo desde hace muchos años, siempre hemos visto en él a un ser humano repleto de humildad, solidario y sin una pizca de lo que en el argot musical se denomina “aceite”, o sea, un aire de estrella o de superioridad.
Uno lo admira por el gran músico que es, pero también porque ha sido un verdadero campeón de la vida, un luchador que ha librado enormes batallas, para salir adelante sin hacerle daño a nadie, colaborando con aquellos que lo solicitan, y anteponiendo siempre su fe en Dios para alimentar su alma, y la de quienes lo rodean.
¡Ese es el Joan Minaya que conocemos!
Fruto del matrimonio de Herminio Antonio Minaya y la dama Ana Mercedes Rivera, el futuro maestro del trombón, fue oficialmente registrado en la oficialía civil correspondiente, con el nombre de Juan Nicolás Minaya Rivera, siendo su lugar de nacimiento San Cristóbal, al sur de la República Dominicana, el martes 24 de junio de 1952.
Debido al divorcio de sus progenitores, Juan Nicolás fue criado por la segunda esposa de su padre, la señora Virginia Succart, la inolvidable doña Vicky, una dama muy amorosa, quien lo acogió con el cariño materno que aquel niño necesitaba, y para él fue una genuina madre. Ella murió en febrero de 2005, pero su presencia siempre ha estado en el alma de su hijastro.
Apenas a los cinco días de haber nacido comenzaron los trajines de Juan Nicolás, pues don Herminio y doña Vicky establecieron su hogar en la ciudad de Mao, ciudad cabecera de la provincia Valverde, donde permaneció hasta los tres años de edad, pasando entonces a vivir en la casa de su tía Elminda, hermana de su madrastra. Este último paso fue producto de que doña Vicky se radicó en Nueva York, mientras don Herminio trabajaba en Santo Domingo, donde llevó a José Miguel, uno de los dos hermanos mayores del futuro artista (el otro es Luis Manuel).
Al sumar cinco años el pequeño Juan Nicolás, llegó el reencuentro con su padre y su hermano José Miguel en la capital dominicana, aunque esa reunión familiar fue por muy poco tiempo, pues estos dos últimos también se mudaron a Nueva York, cuando doña Vicky diligenció los papeles de residencia para ambos. Y aquí fue cuando se recrudecieron las vicisitudes del benjamín de los Minaya.
En una entrevista que le realicé hace ya unos cuantos años, expuso lo siguiente: “Mi papá me dejó en la casa de una mujer que me maltrataba. Poco después de morir el dictador Rafael Leonidas Trujillo, ella me dio una pela con un alambre y yo dejé la casa y me fui a la calle”. Apenas tenía nueve años de edad, cuando decidió tomar el control de su vida y agotó un par de calendarios deambulando, durmiendo donde le cogiera la noche y extraviado por completo de sus parientes.
¡Hasta que apareció doña Taty! Ella fue una señora que le brindó techo y comida en su humilde hogar del sector Villa Consuelo, mientras el niño Minaya buscaba la forma de ganarse la vida como limpiabotas, canillita, manicero… Estuvo en casa de esta doña, solo unos cuantos meses, y poco después las personas de su mayor confianza eran las señoras Petronila (cuya fonda, ubicada en la calle Dr. Betances esquina Barahona, en el barrio Villa Francisca, era célebre por su sabrosa comida casera) y Altagracia, a quienes entregaba el dinero que ganaba para que se lo guardaran. Pero su mala fortuna lo persiguió con esta última, cuyo compañero sentimental era un militar abusador, al que un día la mujer tuvo que abandonar y en ese viaje de rompimiento marital, los ahorros de Minaya formaron parte del equipaje.
“En medio de las turbulencias del Triunvirato yo andaba de curioso, como niño al fin, mirando los disturbios que causaban las turbas de manifestantes. Nada malo había hecho, pero me agarraron preso y me trancaron en el Palacio de Justicia de Ciudad Nueva”, relató cuando lo entrevisté aquella vez. Tuvo la suerte de que una jueza, consciente de que era inconcebible mantener preso a un niño por el capricho o el abuso de unos policías, lo liberó. A esa magistrada, de nombre Gladys, pero de apellido no recordado por Minaya, le dijo que era huérfano y que deseaba entrar a la escuela para aprender a leer y escribir y lo dijo no por maldad, sino para que la togada lo ayudara. Ella lo alojó en su hogar durante un trimestre, lapso en el cual lo matriculó en el Instituto Preparatorio de Menores, retornando así Juan Nicolás a su pueblo natal, San Cristóbal.
Él no defraudó la confianza de la jueza, ni de los padres franciscanos que dirigían aquella institución educativa y su avance, gracias a su deseo de aprender, su férrea voluntad y a su disciplina, fue asombrosamente rápido. Por eso agradece tanto a la magistrada como a los frailes todo cuanto aprendió. Pero hubo un tropiezo que por poco echa por tierra todo aquel esfuerzo: cuando Minaya tenía 13 años se verificó un inevitable encuentro con su familia, pues al ser promovido al octavo curso debió admitir que tenía parientes, y eso por poco le cuesta la beca que los curas franciscanos le diligenciaron para su ingreso al Instituto Politécnico Loyola, donde comenzó a escribirse la historia, en primer lugar del sobresaliente deportista que fue, y a seguidas del gran músico en que se convertiría.
Minaya era tan bueno como futbolista, que diversos clubes se disputaban sus servicios; llegó a jugar junto a Dámaso García, quien falleció recientemente, Harry Garris y Velmar García, logrando viajar varias veces al extranjero como jugador de fútbol. Este talento deportivo lo combinaba con el musical. Rememoró que sus profesores fueron Nelson de la Cruz y Jesús Martínez, mientras que el primer instrumento que sopló fue el clarinete y luego el bombardino, hasta que un incidente con un cura, en el campo futbolístico, significó la salida de Minaya del Instituto Politécnico Loyola, y su mudanza a la ciudad de Santiago de los Caballeros, terminando aquí el bachillerato. Luego también integró el equipo de fútbol de la Universidad Católica Madre y Maestra, en la cual estudió varios semestres de la Licenciatura en Administración de Empresas.
Durante cinco largos años, se alejó de la música y se dedicó por completo a los estudios universitarios y al deporte. Pero en 1975 hizo una pausa en la carrera que estudiaba, retornó a Santo Domingo e ingresó a la Banda de Música de la Marina de Guerra, desde la cual, y tras conocer al capitán Peñita, pasó a la de la Policía Nacional, donde abrazó para siempre como su preferido al instrumento que lo acompaña desde entonces: el trombón. “Fui prácticamente autodidacta en este instrumento, el que tomé por admiración a Willie Colón. Tocaba en la Banda de Música y en la orquesta especial de esa institución, mientras picoteaba con Juan Luis y Sus Mulatos”, me había comentado, con su proverbial parsimonia, en la ya citada entrevista.
Joan Minaya ingresó al Conservatorio Nacional de Música alrededor de los años 1975-1976, junto con los hoy respetados maestros Ramón Orlando y Eugenio Vanderhorst, y otros talentosos compañeros, alcanzando el máximo grado en solfeo, composición y armonía, quedando claro que lo suyo no es por casualidad, sino el resultado de su sólida formación unida al gran talento que Dios le ha dado.
Su calidad de instrumentista la ha desplegado desde la Banda de Música de San Cristóbal, La Banda Latina, Félix del Rosario y sus Magos del Ritmo, orquesta Super Dinamic y grupo BESS (estas dos últimas agrupaciones curazaleñas y lideradas por el cantante Richie Babalú), la Caribe Band, con la orquesta del maestro Rafael Solano, y los conjuntos de los también maestros Jorge Taveras y Danny León, con el grupo de jazz latino The Race, radicado en Francia; en suelo francés tocó con Enri Guedón y con el grupo Kasaav. Fue también trombonista de Juan Luis Guerra y 4-40, y director musical de Rey Reyes, Sexappeal, Cherito y Davicito Kada.
Tras una “parada técnica” en Curazao, donde llegó huyéndole a una europea rabiosa con la que convivía en Holanda, y que perturbada por los celos le lanzó cloro a los ojos y le pagó a unos pandilleros para que mataran a Minaya, este gran músico, arreglista, productor musical y líder de orquesta, optó por volver a radicarse en su amada República Dominicana, entregándose a la realización de arreglos musicales para diversos merengueros y salseros, y también participando en festivales de jazz. En 1987 formó su orquesta, reuniendo a un trío de talentosos cantantes: Manny Contreras (hermano del recordado Willy Contreras, quien popularizó canciones como “¿Qué hago aquí?”, “Por tres monedas”, “El jalaero” y “Yo no sé mentir” con el combo del maestro Panchito Martín Mena), Nestico y Palmer Hernández, este último también exitoso compositor cuya salsa “Ven, devórame otra vez” ha hecho historia.
Como líder de orquesta ha grabado las producciones “Toda la vida” (1987), con Johnny Vargas como cantante, y “El sol de mañana” (1988), donde cantan Manny Contreras, Palmer Hernández y Nestico, con el apoyo del sello disquero Kubaney. Asimismo, grabó “El Perseguidor” (1990) para la TH-Rodven, producción de donde adoptó su apodo artístico, y en la cual se destacó cantando exitosos merengues como “El borrachito”, “Cantinero”, “Hipócrita” y “El perro de Juana”. De igual modo, realizó una producción de salsa para la disquera Top Hit, en la cual se destaca el éxito “Página en blanco”, en voz de Raulín Rosendo, y otra con la orquesta Noche Sabrosa respaldada por la compañía Kubaney.
Llama en gran manera la atención, que no hay músicos ni cantantes entre los descendientes del maestro. Ángelo (mecánico de aviones, nacido en Holanda, en 1982) y María del Pilar (diseñadora, nacida en 1989 y radicada en París, Francia), así como Joanna Rachel (1994) y Johan (1996), estos dos últimos residentes en Nueva York, son los hijos del maestro Joan Minaya, quien, como a todos sus méritos también añade la cualidad de políglota: además del español habla y escribe correctamente en inglés, holandés, papiamento…
Son muchísimos los arreglos musicales que ha realizado, pero solo voy a citar unos cuantos que aún no he citado en este trabajo: merengues como “La juventud”, “Banana” y “Mi vida eres tú” (Fernando Villalona); “Oh, Mariana” y “La tierra tembló” (Sergio Vargas); “La chula” (Angelito Villalona); boleros como “Respeta mi dolor! y “Quién tiene tu amor” (Fernando Villalona); salsas del calibre de “Margarita”, “Barranquillero”, “Y ahora te vas”, “Cruz de navajas” y “No le pegue a la negra” (Raulín Rosendo)… Su impronta como arreglista se halla también en los repertorios de Milly, Jocelyn y Los Vecinos, The New York Band, Aramis Camilo, Sandy Reyes, Nicky Soul, Juanchy Vásquez, Belkys Concepción, Aníbal Bravo, Luis Ovalles, Richie Ricardo, Jochy Hernández, Henry Castro, Sergio Hernández, Los Sabrosos del Merengue y muchos otros.
En la pasada temporada navideña, por iniciativa de los empresarios Raphy D’Oleo y Alberto Bernabé, dirigió una orquesta especial que acompañó a Henry García, Charlie Rodríguez, Carlos Manuel “El Zafiro”, Pablo Martínez, Aramis Camilo, Carlos David, Diómedes Núñez, Peter Cruz, Monchy Capricho, Omar Demorizi, Raffy Matías y otros estelares merengueros que descollaron principalmente en las décadas de los 80, la que atinadamente se conoce como Los Años Dorados, y los 90.
Quienes lo visitan en su hogar, casi siempre lo encuentran realizando algún arreglo musical, pues aún es muy solicitado por los salseros y merengueros, o ensayando con su trombón (porque todos los citados, quieren tenerlo tocando y dirigiendo los músicos), o sentado en la terraza en medio de una deliciosa conversación, pero siempre con aquella sonrisa que prácticamente cierra sus ojos achinados. ¡Ese es el Joan Minaya que conocemos!
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