¿PARA QUÉ LA HISTORIA?

El siguiente es un trabajo, extraído de «La historia como arma y otros estudios sobre esclavos, ingenios y plantaciones«, de Manuel Moreno Fraginals.

Al penetrar en el camino del socialismo, replanteemos la pregunta inicial: ¿para qué la historia? Durante siglos hemos venido acumulando respuestas: la historia como maestra de la vida, ejemplo de las generaciones venideras, lección del presente…. De Maquiavelo, a Savigny, a Toynbee -por citar sólo algunas cumbres del nacimiento y desarrollo de la historiografía burguesa – las respuestas a la razón de la historia permanecen idénticas, aunque en cada ocasión se expresen con palabras diversas. Las palabras distintas para decir siempre lo mismo parecen sutilezas de escolásticos: pero en esa sutiliza está el sentido del juego y el gran fraude de la historia escrita burguesa. La historia escrita cubana es también una típica concepción burguesa. Y si queremos contestar sinceramente la pregunta: ¿para qué la historia?, debemos interrogarnos también en ese sentido: ¿para qué necesita la historia la clase dominante?

La historia escrita es uno de los elementos fundamentales de la superestructura creada por un determinado régimen de producción. En ese sentido puede comparársele adecuadamente con la religión y el derecho. Tal vez por eso aburre a los hombres de hoy como un libro antiguo de derecho o de teología, y no interesa más que a los especializados. Repitiendo determinados conceptos históricos a los niños en las escuelas y al pueblo todo a través de los diversos medios de comunicación, la burguesía ha tratado de crear un mundo de mitos que en su raíz es idéntico a la creencia en San Juan Bosco o en el Santísimo Niño de Praga. Sólo que la historia escrita es más peligrosa que las antiguas formas religiosas a las que pretende sustituir o complementar, ya que los mitos históricos no responden a la mentalidad primitiva sino se cotizan en el mercado de las ideas como productos modernos y científicos. Y para un proceso revolucionario este punto es sumamente delicado, ya que el mito religioso  se destruye por si solo ante una explicación científica del mundo, la ley como superestructura se deroga, pero la creencia histórica permanece como categoría científica, asentada en su base documental.

¿Cómo se han construido los mitos históricos? No es un hecho casual que la historiografía burguesa estableciera como axiomas universales ciertas premisas «científicas”, como las siguientes:

Los hechos recientes no pueden ser analizados correctamente por el historiador: es necesario que el tiempo los decante, calme las pasiones y fije los valores.

No se puede juzgar el pasado con criterios del presente.

El historiador ha de ser un hombre desapasionado.

Estas son algunas reglas burguesas del juego historiográfico. Son verdades parciales: es decir, mentiras parciales. Y todas conducen a un mismo fin: lograr, de manera científica, que los historiadores se aparten de todo el contacto con la vida.

Negar la posibilidad del análisis de los hechos recientes muestra el deseo subconsciente de frenar todo estudio que ponga en peligro la estabilidad del orden burgués. Es cierto que son muchas las dificultades que pueden señalarse al esfuerzo por escribir la historia contemporánea – en el verdadero sentido de esta palabra-, pero estas dificultades no son mayores que las que hay que vencer para historiar el pasado lejano.

Historiar lo lejano no crea más problemas a una burguesía gobernante que soportar quizás un leve vendaval sobre sus mitos históricos: exponerse a que alguien, en un libro del cual se editan mil ejemplares y es leído a lo sumo por mil interesados, plantee una tesis contra algo que estudian anualmente en las escuelas, institutos y universidades, un millón de personas. Y si esto sucede -ése fue el caso de Azúcar y abolición, de Cepero Bonilla-, se acusa al autor de extremista, apasionado y antipatriota. Y, también como en el caso de Azúcar y abolición – que es el ensayo histórico más brillante que se ha escrito en Cuba en este siglo-, se le tiende en torno una ominosa cortina de silencio.

Ahora bien, historiar los hechos recientes implica para la burguesía gobernante el peligro de que los historiadores investiguen y denuncien la realidad del presente. Y que dejen plasmado en una obra científica el relato exacto de una situación conocida no sólo a través de los documentos sino también por el posible testimonio vivo de los actores del hecho. Y el trabajo con fuentes vivientes – de alguna forma hemos de llamarles – implica la utilización de ciertas técnicas de investigación que enriquecen el instrumental historiográfico y abren un mundo extraordinario para ahondar y comprender el pasado. Pero estas modernas técnicas tampoco son enseñadas a los historiadores, y la burguesía las reserva para el análisis de sus mercados y la venta de sus productos.

Paralela a la negativa de investigar hechos recientes corre la gran mentira parcial de que es imposible analizar el pasado con criterios de presente. Es elemental que las características formales de los diversos pueblos y las condiciones de cada época difieren entre sí extraordinariamente. Pero hay una serie de constantes históricas que pueden aplicarse siempre, como son la realidad de la lucha de clases y las relaciones de producción. Y la única forma de comprender cabalmente las relaciones de producci6n del pasado, es estudiando las relaciones de producción del presente. Sobre todo, no estudiándolas en un manual de economía política, sino incorporando al saber intelectual la vivencia misma de la producción. La única manera de captar la lucha de clases es participando en esta lucha, conscientemente, ya que quiérase o no siempre se participa de ella.

Es un hecho de sobra conocido, aunque nunca comentando, que los creadores del materialismo histórico no eran historiadores profesionales. Llegaron a las leyes históricas, no partiendo de los documentos sino arrancando del análisis exhaustivo de su presente: es decir, ampliando sus vivencias hacia el pasado. El punto de partida, el único punto físico de partida, es el presente. Siempre nos proyectamos de hoy al ayer sin que esto suponga la aceptación de la historia como presente a la manera idealista de Benedetto Croce. Se trata, sencillamente, de comenzar por comprender la vida y lo que esta vida tiene de común en cualquier tiempo y en cualquier lugar. Y para entender la vida, para interesarse ávidamente por el presente, es necesario ser un espíritu apasionado. Quizás por eso dentro de la seudociencia historiográfica burguesa, la pasión es el máximo pecado capital. Se acusa de apasionado a un historiador como se pudiera acusar de adicto a las drogas a un hombre público. Se ha de ser frío, sereno, desapasionado, que nada excite ni conturbe: en resumen, un gran castrado intelectual.

Alejado de la realidad, trabajando exclusivamente sobre el pasado, recopilando documentos muertos, aislado de la producción de bienes materiales por los muros del archivo o la biblioteca, el historiador moderno es el gran triunfo intelectual de la burguesía que ha tenido en él su funcionario más fiel, barato y eficiente. El historiador promedio americano es en lo fundamental un empleado burocrático de segundo orden, o un profesor de historia. Ciudadanos pacíficos, que llegaron a las disciplinas históricas por una cierta curiosidad intelectual y cuya misión más trascendente es este acumular de datos, este escarbar de fuentes, para escribir sus obras. Y, en los peores y más numerosos de los casos, dedicados sólo a acopiar de acopios, a acumular de selecciones previas.

Pacientes trabajadores de la humedad, el polvo y las polillas: dicho sea todo esto con el mayor respeto. Pero, fuera del archivo y la biblioteca, transcurre la vida que originó esos documentos que él consulta. Y es curioso que cuando el historiador profesional se ve obligado a trabajar en cosas modernas, a mezclarse en el ritmo turbulento de sus días, lo hace de mala gana, esperando el momento del retorno a la calma del estudio. Naturalmente que nada de esto se refiere a quienes no son historiadores de profesión sino que la ejercen subsidiariamente, por necesaria creación intelectual, o por un sano placer de investigación que nace de su actividad principal. Quizás por eso gran parte de los escritos históricos más interesantes de Cuba no se deban a historiadores, sino a periodistas, médicos, químicos e ingenieros.

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