Por Carlos Manuel Diloné
1 de agosto 2025.
El valle de Neiba, donde en 1913 el ingeniero Eleuterio Hatton desarrollaba plantaciones de caña en las zonas de Palo Alto, Alpargatar, Hato Viejo, Ojeda, Hatico, Barbacoa y Mena, en la común de Barahona, constituye una de las evidencias más recientes del levantamiento tectónico del lecho marino en la isla de Santo Domingo. Durante las últimas edades geológicas, esta depresión formó parte de un canal marino que separaba los macizos del norte y del sur de la isla. Hace aproximadamente un millón y medio de años, ese canal fue eliminado por el ascenso del fondo submarino, lo que dio origen a las bahías de Port-au-Prince y de Neiba.
Ese origen marino dejó una impronta perdurable en el suelo: una alta concentración de sales. Cuando la Barahona Company inició el desarrollo de grandes extensiones cañeras en el valle de Neiba, se enfrentó a esta dura realidad. Las primeras plantaciones comenzaron a presentar síntomas alarmantes: las hojas de las cañas se tornaban amarillas. Los estudios realizados revelaron que el nivel freático había ascendido y transportado sales hacia la superficie, concentrándolas en las raíces. La acumulación de álcalis era tal que terminaba por provocar la muerte progresiva de los cañaverales.
Hasta ese momento, la República Dominicana carecía de estudios geológicos formales. No fue sino hasta 1922 cuando se publicó en Washington el primer reconocimiento geológico integral del país, bajo el título “Un reconocimiento geológico de la República Dominicana”, realizado por T. W. Vaughan, Wythe Cooke, D. D. Condit, C. P. Ross, W. P. Woodring y F. C. Calkins.
Previamente, las informaciones disponibles eran escasas y fragmentarias. El 1.º de abril de 1917, el Contraalmirante H. S. Knapp —entonces Gobernador Militar de la República Dominicana— solicitó al director de la Oficina Geológica de los Estados Unidos una estimación del costo de la medición completa del territorio nacional, así como estudios mineralógicos y botánicos complementarios. Tras un intercambio de correspondencia, se acordó que dicha Oficina asumiría la dirección de un reconocimiento topográfico y geológico de la isla, con el compromiso de que los gastos serían cubiertos por el Gobierno Dominicano, salvo los estudios de gabinete y laboratorio.
En ese entonces, el país no contaba con un mapa base adecuado. Como toda investigación geológica requiere apoyarse en mapas topográficos precisos, fue necesario emprender primero la elaboración cartográfica. Dada la ausencia de información técnica confiable, se inició una fase preliminar de reconocimiento geológico. El 4 de diciembre de 1918, el director de la Oficina Geológica de los Estados Unidos escribió al Contraalmirante Knapp, expresando lo siguiente:
“En la actualidad en Santo Domingo no se conocen suficientemente las formaciones geológicas para trazar un mapa geológico, ni tampoco existen informes intensivos sobre los recursos minerales de la isla que puedan utilizarse como base para la redacción de un folleto, aunque no es difícil preparar una memoria general acerca de la geología dominicana, en base a los datos generales reunidos por el personal que ha trabajado en la República, y que se halla en posesión de la Oficina Geológica de los Estados Unidos. Los ejemplares de minerales, rocas y fósiles, que se han traído de Santo Domingo a la Oficina Geológica, fueron clasificados y determinados por especialistas y constituyen la base de todo trabajo ulterior. Estas colecciones, por ahora, deben ser consideradas como parte de las colecciones del Museo Nacional de los Estados Unidos. Empero, si algún día llegase a establecerse un museo en Santo Domingo, podría enviarse el primer juego o colección de ejemplares duplicados, para dar así principio a la formación de un museo local. Los estudios de oficina antes mencionados podrían hacerse, con provecho, mientras se llevan a cabo las mediciones topográficas, y entonces, cuando los mapas topográficos estén listos, será posible tener a mano mapas geológicos más exactos que los que podrían obtenerse sin un examen preliminar del área y sin el estudio, en la oficina, de las colecciones hechas durante dicho examen.”[1]
II. Salinidad, errores de previsión y el reto del drenaje
Mientras se ejecutaban los primeros estudios y se tramitaban los permisos ante el Gobierno Militar, los campos de caña comenzaron a desarrollarse en las tierras bajas de Palo Alto. Sin embargo, pronto las plantaciones evidenciaron señales preocupantes: las hojas se tornaban amarillas, las plantas debilitadas perdían vigor y la productividad comenzaba a declinar. Tras una investigación cuidadosa, se concluyó que la causa estaba en el aumento del nivel freático, que había absorbido sales de las capas profundas del suelo y las había llevado en cantidades excesivas hasta las raíces. La concentración de álcalis era tan elevada que estaba provocando la muerte progresiva de las cañas.
Nadie había tomado medidas preventivas adecuadas ante este fenómeno, aunque se sabía que en otras regiones áridas irrigadas habían ocurrido problemas similares. Durante los estudios iniciales se habían excavado pozos de prueba, lo que indica que algunos técnicos ya sospechaban del peligro, aunque la multiplicidad de problemas que enfrentaba el proyecto pudo haber desplazado esa preocupación. El riego excesivo aplicado a las primeras plantaciones no hizo más que acelerar el ascenso de las aguas subterráneas. Sin embargo, incluso con una aplicación más cautelosa del agua, el ascenso del nivel freático habría ocurrido inevitablemente en algún momento.
Según consta en los informes de la época, el drenaje era la única solución viable al problema. Por esa razón, la oficina de Nueva York contrató a un ingeniero especializado, quien diseñó un sistema completo de drenaje para toda la propiedad. Se comenzaron a excavar zanjas tan pronto como fue posible reunir el personal y el equipo requerido, pero el avance no fue lo suficientemente rápido como para evitar la pérdida de una parte considerable de las primeras plantaciones. Afortunadamente, el tipo principal de sal presente en el suelo era cloruro de sodio (sal común), relativamente fácil de eliminar por su alta solubilidad. No obstante, surgieron rumores malintencionados: algunos «sabelotodo» comenzaron a afirmar que la empresa se merecía el fracaso por haber intentado cultivar caña en lo que consideraban un antiguo depósito de sal, aludiendo a la presencia de sal cristalizada en la zona. Estos comentarios fueron desestimados de inmediato, ya que los pozos perforados en distintos puntos del campo habían confirmado la existencia de agua de notable pureza.
Frente a esta situación crítica, la Barahona Company, Inc. orientó sus esfuerzos a obtener autorización para construir, operar y mantener un sistema de drenaje que permitiera contrarrestar los efectos de la salinización. La salinidad del suelo tiene un doble impacto: por un lado, reduce la disponibilidad efectiva de agua para las plantas, pues el suelo actúa como si estuviera más seco de lo que realmente está; por otro, ciertas sales pueden resultar tóxicas para los cultivos. La adaptación de las plantas depende en gran medida del tipo y concentración de sales presentes.
Ubicada en una de las zonas más secas de la isla, Barahona requería de un sistema de riego eficaz para sostener el cultivo de caña. Para ello, se desvió el caudaloso río Yaque del Sur y se construyó una imponente presa de concreto a unas cuarenta millas de distancia, en las montañas, a unos 4 kilómetros río arriba desde Vicente Noble. Desde allí, se cavó un canal principal —de quince pies de ancho por diez de profundidad— con ramales que alimentaban las parcelas de caña, organizadas en amplias extensiones.[2]
Sin embargo, ante la persistencia del problema, se emprendió una obra de gran envergadura: la excavación de cientos de millas de canales de drenaje. Para ello se emplearon arados rotativos de gran tamaño, capaces de abrir franjas de cinco pies de ancho directamente a través de la maleza, reemplazando el esfuerzo de decenas de trabajadores. La maquinaria, símbolo de la modernidad aplicada al campo, había entrado en acción. Pero no como una victoria sin resistencia, sino como respuesta a un entorno que no se dejaba dominar fácilmente.
III. La búsqueda de la caña ideal: adaptación varietal y diplomacia agrícola en el Caribe
Frente a las limitaciones impuestas por los suelos salinos, el clima seco y los desafíos técnicos del riego y drenaje, los directivos de la Barahona Company comprendieron que no bastaba con modificar el entorno: era necesario también adaptar el cultivo mismo. La solución no dependía únicamente de infraestructura, sino también de ciencia agrícola. Había que encontrar variedades de caña más resistentes, productivas y adaptadas al suelo y al clima del valle de Neiba.
Durante los meses de agosto y septiembre de 1923, el Superintendente de Cultivo de la empresa realizó un viaje por las Islas Vírgenes, las Islas de Barlovento y de Sotavento, y la Guayana Británica con el objetivo de estudiar métodos de cultivo de caña de azúcar y obtener variedades de caña de semilla. El interés principal se centraba en las cepas desarrolladas por John R. Bovell en Barbados y por Sir John Harrison en la Guayana Británica, quienes eran considerados figuras de autoridad en investigación varietal dentro del Caribe angloparlante.
El viaje no fue únicamente técnico; tuvo también un fuerte componente diplomático. La Barahona Company, mediante una carta enviada al Departamento de Estado de los Estados Unidos el 12 de noviembre de 1923, destacó el valioso apoyo recibido de los funcionarios consulares en el Caribe y América del Sur. El informe subrayaba la cortesía y eficiencia de los cónsules estadounidenses en St. Thomas, Puerto Rico, Barbados y Georgetown (Demerara), con mención especial al Sr. Chester W. Davis, quien —según palabras de la empresa— brindó asistencia significativa gracias a su conocimiento estadístico, su familiaridad con las condiciones locales y su trato cordial con la población.[3]
La respuesta del Departamento de Estado, firmada el 3 de diciembre por Wilbur J. Carr, director del Servicio Consular, reconocía con satisfacción el contenido de la carta y expresaba el placer que le generaba saber que los funcionarios estadounidenses estaban demostrando ser útiles a los intereses nacionales en el extranjero.
Este esfuerzo ilustra el grado de articulación internacional que requería el proyecto Barahona: una empresa privada que dependía tanto del conocimiento científico local como de las redes consulares estadounidenses, activas y comprometidas con la expansión económica en América Latina y el Caribe. Así, la búsqueda de cañas más resistentes no fue una simple actividad agrícola, sino una acción estratégica en la que coincidieron intereses agronómicos, técnicos y diplomáticos.
Conclusión
El caso de la Barahona Company durante la segunda década del siglo XX constituye un ejemplo paradigmático de las complejas relaciones entre geología, agricultura, infraestructura y diplomacia en el Caribe. Desde la transformación de un antiguo canal marino en plantaciones cañeras hasta el combate contra la salinidad mediante ingeniería hidráulica y la búsqueda de variedades de caña adaptadas al medio, el proceso revela un esfuerzo titánico por dominar un entorno natural profundamente adverso. En este marco, se articulan saberes técnicos, decisiones estratégicas y apoyos institucionales que confirman el carácter multinivel del enclave de Barahona. Más allá del ingenio industrial, lo que se construyó en Barahona fue una red de ciencia, poder y adaptación que todavía merece ser estudiada con detalle.
[1] T. W. Vaughan, Un reconocimiento geológico de la República Dominicana (Washington, D.C.: United States Geological Survey, 1922), 11-12.
[2] Henry Albert Phillips, White Elephants in the Caribbean: A Magic Journey through All the West Indies (New York: Robert M. McBride & Company, 1936), 55–56.
[3] H. L. Hanselman, carta al secretario de Estado de los Estados Unidos, 12 de noviembre de 1923, en Archivo del Departamento de Estado de los Estados Unidos, expediente 123.2/566. Respuesta: Wilbur J. Carr, 3 de diciembre de 1923.
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